—¿Necesitamos algo más?
—Creo que no. ¿Anotaste las toallitas femeninas?
Largo una carcajada.
—Mía, me has preguntado eso más de cinco veces. Es lo primero que voy a comprar, te lo prometo.
—Ok. ¿De verdad no querés que te acompañe? —pregunta tapada hasta las narices acurrucada en un rincón del sillón. El estrés de una nueva vida le está pasando factura y una grave gripe se ha apoderado de su pequeño cuerpo.
—No estás en condiciones, creeme.
—¿Tan mal me veo? —pregunta fijándose en sus ojeras a través de la cámara frontal de su teléfono.
—Fatal —respondo, para luego buscar la llave y salir camino al supermercado. Tenemos la suerte de vivir a media cuadra de uno, lo que nos facilita mucho las cosas. Es grande y nunca falta nada, pero aun así me resulta una tortura no olvidarme de algo cada vez voy de compras, y siempre que lo hago me digo a mí misma que no hace falta anotarlo, que mi memoria va a ayudar esta vez, y claro que nunca lo hace.
Una vez dentro, mientras empujo el carro que una anciana abandonaba en la entrada y yo alcancé a rescatar, recorro con la mirada la enorme góndola de productos de limpieza. No tengo mucha idea de para qué sirve cada cosa, pero elijo lo que parece ser más necesario. Avanzo por el pasillo, doblo a la derecha e ingreso en la sección de higiene, donde encuentro las benditas toallas femeninas que Mía me encargó una y otra vez. Meto algunas en el carro y cuando estiro el brazo para buscar la última que voy a llevar rozo la mano de alguien que al parecer ha elegido el mismo producto que yo. Los anillos que adornan sus dedos y las uñas pintadas de un rojo chillón me hacen caer en la cuenta de que se trata de una mujer.
—Perdón —digo para luego girarme y mirar a la mujer a la cara. Pero lo que aparece frente a mí no me lo esperaba. Mis ojos se abren en una expresión de asombro y siento mis piernas flaquear—. ¿Isabella?
Ella me mira estupefacta, y al mismo tiempo que arruga su ceño esboza una pequeña sonrisa de lado.
—¿Alina?
En un instante nos encontramos abrazadas y ni siquiera entiendo por qué nos estamos saludando de una manera tan cariñosa si apenas nos conocemos. Pero fueron meses tan intensos los que tuvimos que vivir, y ser ambas el único apoyo de Simón de alguna manera terminó por unirnos. En los pocos segundos que permanezco abrazada a ella mis ojos recorren todo el lugar con la intención de verlo, quizá él también esté por acá, pero en ningún momento aparece en mi campo visual.
—¿Cómo estás? —pregunta mientras nos separamos del abrazo.
—Bien, estoy muy bien. Empezando una nueva vida, aunque esto de ser adulto apesta un poco.
Isabella larga una risa.
—Eso es verdad. Me alegra mucho verte y saber que estás bien.
—Gracias —digo y junto fuerzas para preguntar algo sin saber si estoy preparada para escuchar la respuesta—. Y... cómo está Si....
—Acá encontré... —escucho una voz interrumpirme a mis espaldas que se apaga de repente, y puedo jurar que verme fue lo que la hizo callar. Sé que es él, sé que está detrás de mí y que sólo basta con darme la vuelta para volverlo a ver. Pero, ¿estoy preparada para eso?, incluso ¿tengo la opción de escapar?
—Los dejo solos —dice Isabella, que al parecer entiende lo difícil de la situación y se retira del lugar.
Me giro lentamente mientras el corazón me explota en un cúmulo de emociones diferentes: nervios, curiosidad, alegría, miedo, y cuando termino de hacerlo quedamos frente a frente, mirándonos sin decir una palabra. Él está serio, y eso me asusta, pero entonces descubro que yo también lo estoy.
—Hola —me animo a decir.
—Hola —responde, dejando de lado la dureza de su reciente expresión—. ¿Cómo va eso?
—Acá, de compras —digo entre risas, dejando al descubierto lo nerviosa que estoy—. Finalmente me vine a estudiar a la ciudad. ¿Y vos? No supe más nada desde que...
—Estoy bien —me interrumpe rápidamente como si estuviese evitando hablar del pasado—. Era hora de empezar de nuevo.
—Lo sé.
—Y este parece ser un buen lugar para hacerlo —continúa.
—Ajá.
Desde la última vez que vi a Simón he soñado con el día en que lo vería otra vez, y ahora que lo tengo frente a mí no encuentro las palabras adecuadas para dirigirme a él. Es como si aquellos chicos que pasaron por un millón de tormentas hubiesen desaparecido en lo lejano del pasado y, aunque el recuerdo de ambos viva en cada uno de nosotros, ya son dos completos desconocidos quienes pertenecen al presente.
—Me alegra haberte visto, quizá nos crucemos seguido, quién sabe. ¿Vivís cerca de acá?
—Vivo en un edificio de la misma cuadra.
—¡Qué casualidad!, nosotros también. Bueno, hasta luego entonces —dice, y se acerca a mí para despedirme con un beso en la mejilla. El contacto de su piel con la mía eriza cada uno de mis vellos, y tengo que tomar aire para contener el remolino de sensaciones que se despiertan en mí.
Corro hacia la puerta del edificio y apoyo las cuatro bolsas con mercadería sobre el suelo para luego buscar la tarjeta de ingreso dentro de mi mochila. Tengo tanta prisa de llegar y contarle a Mía sobre el inesperado encuentro que actúo con torpeza en cada movimiento.
—Mierda, mierda —maldigo mientras revuelvo entre la acumulación de basura que tuve la mala idea de juntar, pero entonces unos zapatos aparecen frente a mis ojos y dejo de lado mi búsqueda para apartar las bolsas que están impidiendo el paso de otro vecino al edificio —Perdón, ya me corro. Es que no encuentro las llaves.
—¿Vos? —escucho una voz masculina a mis espaldas— ¿Qué haces acá? No me digas que...
Me giro sabiendo de quién se trata y me encuentro con la grata, loca y descabellada noticia de que Simón, su madre y yo vivimos justo en el mismo lugar. ¡Y yo que pensaba que estas cosas sólo pasaban en las películas!
—¡Qué casualidad! —expresa Isabella con nerviosismo.
—Ni que lo digas. ¿Al menos tienen la tarjeta a mano? No creo que exista un día en que logre encontrarla a tiempo.
Isabella suelta una risa y sin ninguna complicación abre la puerta de ingreso. Los tres nos acercamos al ascensor y observo con expectativa hacia qué número de piso se dirige Simón, rogando internamente que coincida con el mío, pero antes de oprimir cualquier botón se voltea a verme.
—¿A qué piso vas?
—Siete.
—Nosotros al seis —comenta y, quizá sólo sean mis ganas de creerlo, pero parece desilusionado.
Ascendemos hasta su piso en silencio. Al aparecer nadie tiene mucho que decir. Ambos abandonan el ascensor y las puertas se cierran tan rápido que ni siquiera me da tiempo a saludar. Pero lo agradezco, todo el recorrido hacia arriba me mantuve buscando las palabras adecuadas para hacerlo llegado el momento, y no las encontré. Cuando las puertas se abren frente a mí dándome paso hacia mi piso, abandono el ascensor y desplomo mi espalda sobre la pared. El aparato desaparece frente a mis ojos y yo, atónita, fijo mi vista en un punto fijo mientras me pongo a pensar. Y entonces caigo en la cuenta de que aquel chico en el ascensor era él, y de que no ha cambiado su perfume. De que ha cortado su cabello y la chica que lo conquiste no tendrá de dónde agarrarlo cuando lo bese, y a él le gusta que le revuelvan el pelo cuando lo hacen; yo lo sé. También sé que su vida, nuestras vidas, han cambiado por completo, y que, a pesar de todos mis intentos por lograrlo, no lo he dejado de querer.
***
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Por culpa de un secreto [COMPLETA EN EDICIÓN]
RomanceAlina regresa a su pueblo natal tres años después de haber huido de manera repentina y misteriosa, dejando atrás su pasado, sus errores, y sus miedos. En su regreso a casa deberá enfrentarse a un viejo amor, con quien comparte un trágico secreto que...