Capítulo 1

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Las olas chocaban con suavidad sobre las rocas erosionadas con los años y la brisa marina corroía los edificios, igual que siempre, sin detenerse ni un segundo. Mientras que sobre las gradas, donde alguna vez bandas locales habían hecho presentaciones, caminaba una chica de un lado a otro, despacio, sin apuros.

Tenía los pantalones grises rotos en varias partes y los bolsillos sucios. Sus zapatos negros sin trenzas, sostenidos por cuerdas delgadas y desgastadas que evitaban que se salieran de sus pies en sus concurrentes huidas a gran velocidad. La camisa, que en su mejor momento podía haber sido de un blanco reluciente, estaba tintada de tierra y manchas de sangre al azar, con las mangas rotas. Ella misma se las había arrancado porque sentía que tenía más libertad de movimiento. Sus manos estaban cubiertas por guantes que algún obrero había dejado tirados sobre el asfalto roto y, con ellos, sostenía un bate astillado cubierto de sangre seca. Lo balanceaba de un lado a otro mientras dibujaba figuras en el aire, sin dejar de mirar la península en el otro extremo.

Su cabello oscuro y desaliñado denotaba el tiempo que había estado sin peinar y sus ojos marrones miraban el mar con cansancio.

Se sentó con pesadez sobre el muro de concreto y apoyó sus brazos en el bate que sostenía. No recordaba muchas cosas de su vida, porque no quería hacerlo, extrañar su pasado en una ciudad llena de vida que no iba a regresar le hacía más daño que mirar a los muertos con ganas de comérsela.

A su lado, había una estructura con forma de pájaro que estaba oxidada hasta las bases, la miraba de reojo con cierto resentimiento, sin embargo le había agarrado cariño, era su hogar y lo más seguro en esa zona, que en sus mejores años había funcionado como una cinemateca, donde los jóvenes del barrio iban a ver películas de bajo presupuesto sin pagar ni un bolívar. Todo lo demás estaba repleto de cuerpos sin vida que caminaban sin parar con el firme propósito de probar un poco de su carne fresca.

—¡Mija! —su abuela gritó—. ¡María Alejandra, a comer!

La chica se levantó y caminó con rapidez hacia la cinemateca. Vio a un par de cuerpos deambular por la calle, pero no le prestó mucha atención. El olor del mar los confundía y, apenas se acercaban, empezaban a caminar en círculos, desorientados.

—Conseguí unas conchas de perla en la orilla. —Agitó la sartén sacándola del fuego, cuyo humo se escapaba por una rendija en la pared.

Sirvió la comida en unos platos de porcelana que su nieta había sacado del centro comercial que estaba a unos metros de ahí y se sentó junto a ella a comer.

—¿Cómo estuvo la cacería hoy? —preguntó haciendo sonreír a su nieta—. ¿Te encontraste a algún conocido?

María Alejandra puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

—Deberías venir conmigo y matar a unos cuantos —dijo con una media sonrisa—. Para que practiques tus técnicas de defensa.

—Si yo me pongo en esas acrobacias —dijo divertida—, me quedo tiesa en el sitio.

La muchacha rio y continuó comiendo.

—Y deberías cambiarte esos trapos antes de sentarte a comer, que hueles a muerto —dijo señalando la ropa sucia de la chica—. Si no te conociera, te confundiría con unos de esos bichos resucitados.

—Es la idea, abuela —resopló—, así no llamo mucho su atención.

—Aquí no hay muertos, yo ya estoy casi muerta, pero aún no estiro la pata, así que te quitas eso cuando estés cerca de mí.

María Alejandra asintió vencida, porque no podía ganar una discusión con su abuela. Terminó de comer y llevó los platos sucios hacia afuera, donde tenían una batea llena de agua de mar desalinizada y regresó a ayudar a su abuela a acomodar el lugar.

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