Capítulo 3

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—Tienes que cambiar de carro —dijo Diana bajándose del chevette—, vas a atraer a todos los muertos de la ciudad.

—Fue el primero que conseguí —se excusó—, cuando esa cosa espantosa apareció.

La abuela de María Alejandra entró a la casa donde habían llegado sin temor a nada.

—Abuela —llamó su nieta—, espera que revise si es un lugar seguro.

—Es seguro, señora —intervino Diana mirando a María Alejandra—, yo vivía ahí.

María Alejandra la miró con seriedad y dejó que su abuela entrara, regresando su atención al chevette.

—¿Por qué no te habíamos visto antes?

—Nunca me acerqué a la costa, creí que estaría llena de muertos. —Elevó los hombros mientras ayudaba a cargar las cosas que estaban en el carro.

—El olor del mar los desorienta —dijo María Alejandra—, era completamente seguro hasta que trajiste a tu mascota.

—No enfoques tu enojo en mí —se defendió— tarde o temprano iban a aparecer.

—¿Y cómo sabes eso?

Diana se detuvo en seco.

—¿Qué es lo que sabes sobre esas cosas? —preguntó de nuevo.

—Alguna vez fueron personas —explicó—, con toda esta revolución de los muertos, algunos mutaron más agresivos que otros y se convirtieron en cuervos. El hambre los enloquece, fortalece esas habilidades, y para matarlos tienen que estar concentrados comiéndose a alguien más. Es la única forma de que estén quietos. Fue una suerte encontrarlas a ustedes, sino no hubiese podido acabar con él.

—No te ofendas, mi abuela y yo preferimos estar solas —dijo la chica.

—¡No es cierto! —gritó su abuela desde el patio.

Diana rio y María Alejandra bufó poniendo los ojos en blanco y dándose la vuelta para entrar a la casa.

Era un lugar espacioso, tenía un jardín bastante descuidado y rejas no muy altas que protegían el lugar de los resucitados. Dentro, lo primero que se veía era una enorme sala con muebles cubiertos de plástico. Al fondo estaba un pasillo corto donde se detallaban tres puertas, que según Diana eran dos cuartos y un baño.

Había una pequeña cocina del otro lado con una ventana que daba hacia el jardín y la calle.

—Nunca había entrado a esta casa —comentó la anciana.

María Alejandra y Diana la miraron.

—Viví en la casa que está del otro lado —explicó—, hasta los doce años.

—Mientras yo viví aquí, esa casa siempre estuvo abandonada —dijo Diana intrigada.

—Nadie la quiso comprar luego. —Elevó los hombros.

—Dicen que la familia que vivía ahí enloqueció.

La anciana rio con fuerzas.

—Así es, lo hicieron, la dictadura los volvió locos y luego vinieron los muertos —dijo con tristeza—; yo deseaba el fin del mundo —las chicas la miraron confundidas—, pero uno nunca está preparado para este tipo de cosas, menos a mi edad.

—Aquí estarán a salvo —Diana las miró—, pueden quedarse el tiempo que quieran. A dos cuadras hay un Farmatodo que sigue abastecido y varios locales que tienen comida. Los he revisado todos. Hay un hospital cerca, pero mientras no entremos en ese perímetro no correremos peligro.

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