Capítulo 7

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Eran tres cuervos. Saltaban como conejos de un lado a otro dándose un festín. María Alejandra sudaba apretujada en su asiento y su brazo latía con dolores punzantes que le nublaban la vista.

Luego de un par de minutos, se hizo silencio y empezaron a escuchar los pasos que arrastraban la grava. Uno de ellos se acercó a la camioneta y pegó su rostro del vidrio.

Sonrió.

—Maldita sea —susurró Diana con los ojos abiertos como platos.

El vaho llenó la ventana y pudieron ver la sonrisa dibujada en el rostro deforme de aquel siniestro monstruo.

El cuervo emitió un chillido y junto a los otros dos se fueron hacia las montañas. María Alejandra se había desmayado y su brazo no lucía nada bien.

Diana respiraba con dificultad y miraba a María Alejandra a su lado sin saber qué hacer.

—¿Mi nieta se va a convertir en uno de esos bichos?

Diana temblaba de pies a cabeza. El cuervo había sonreído al ver el brazo sangrante de María Alejandra. Intentó poner sus ideas en orden, la miraba con intensidad en busca de algún indicio agresivo, pero nada sucedía, María Alejandra sólo estaba tendida ahí, sin moverse. Su abuela sollozaba al fondo y, tragando fuerte para deshacer el nudo en su garganta, ató a la chica con el cinturón de seguridad y ató sus manos.

Las lágrimas corrían por su rostro, sin embargo, se recompuso, tomó el bidón de gasolina y llenó el tanque.

Ella había visto a muchas personas resucitar. Ella incluso había estado presente cuando el primer sujeto resucitó arañando las paredes de su ataúd, pero había algo más que le revolvía el estómago. Diana sabía, porque lo había presenciado, que existían sujetos que nunca se convirtieron. Su corazón dio un vuelco al pensar que María Alejandra tenía una posibilidad en un millón de ser inmune a la toxina. Y que ella fuera inmune, le preocupaba mil veces más.

La abuela de María Alejandra no emitió ninguna palabra, sólo estaba sentada en su asiento, con los ojos enrojecidos intentando contener las lágrimas. Diana arrancó y regresó a la autopista, giró bruscamente en el retorno y se adentró hacia el otro lado de la ciudad.

Regresar a la ciudad era un suicidio, pero su detector había empezado a vibrar en su bolsillo y esta vez las luces intermitentes en la pantalla no eran rojas, eran verdes y pestañeaba un pequeño logo en la esquina superior derecha: una hoja verde con una E traslúcida, Eternidad ya estaba al tanto y las estaban siguiendo.

No se las iba a poner fácil, Diana sabía para qué querían a María Alejandra. Su única opción era rodearse de resucitados, que los mismos muertos las protegieran.

Llegó a un pequeño conjunto residencial que estuvo deshabitado desde su construcción. Los apartamentos eran tan costosos que nadie los compró. Llevó a rastras a María Alejandra hasta la recepción y le pidió a la abuela que bajara lo que pudiera.

Los resucitados se aglomeraban en la puerta de entrada, pero a Diana no le preocupaba. Ellas habían entrado por el estacionamiento y dentro del edificio no corrían peligro. Sacó una llave maestra de su bolsillo trasero y abrió la primera habitación, puso a María Alejandra sobre la cama y desató sus muñecas para atar una de ellas al espaldar en caso de que se convirtiera e intentara morderla.

—¿Qué le va a pasar a mi nieta? —preguntó con tristeza.

—No lo sé —dijo nerviosa—, trataré de sanar su brazo.

La anciana asintió y se alejó a una esquina de la habitación para sentarse sobre un pequeño mueble.

Diana se apresuró al baño y encontró gasas, tijeras y todo lo necesario para limpiar la herida de María Alejandra.

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