Capítulo 2

141 30 19
                                    


—Tenemos que irnos. —María Alejandra había entrado apresurada a la cinemateca.

—Ah, no. —Se quejó su abuela—. Yo no me voy a ningún sitio.

La chica había empezado a guardar sus cosas en una maleta desteñida y se detuvo al escuchar a su abuela.

—Acabo de matar a trece personas —dijo exasperada—, algo los está haciendo venir hacia aquí y no pienso quedarme a recibir más, no hay suficiente espacio para que se queden con nosotros. —Siguió guardando sus cosas, moviéndose de un lado a otro.

—El olor del mar los desorienta, mija —dijo con tranquilidad—, estamos a salvo.

María Alejandra se presionó ambos lados de la cabeza con las manos e inhaló.

—Abuela —empezó—, vi algo allá afuera, moviéndose entre los edificios y muy rápido, tenemos que irnos antes de que nos descubra y nos asesine —dijo intentando mantener la calma—. ¿Entiendes?

La anciana suspiró.

—Claro que te entiendo. —Se sentó en una mecedora—. Tendrás que buscar un carro o algo para llevarme, no voy a caminar.

Su abuela no había cambiado ni porque todo el planeta hubiera enloquecido, muerto y regresado a caminar por las calles desiertas, podía desesperarla incluso después del fin del mundo. Le indicó que recogiera las cosas más importantes que iba a llevarse, además de medicinas, comida y agua. Ella por su parte salió con cuidado en busca de algún transporte que pudiera alejarlas lo más rápido posible de ese lugar. Estaba aterrada, lo admitía. Sus dedos temblaban cada vez que entraba a un vehículo e intentaba encenderlo.

—Mierda. —Había encontrado un chevette que encendió haciendo un par de explosiones, expulsando humo negro y un crujido que se escuchó en todo el barrio.

Miró a todos lados alerta y los vio. Una pequeña horda de resucitados se deslizaban por la calle hacia la avenida principal donde la chica se encontraba. Palideció y sus pies parecieron congelarse en el sitio. La ventisca la empujó contra el chevette y reaccionó. La brisa había empezado a hacer que las olas chocaran con fuerza contra las piedras que bordeaban todo el bulevar. María Alejandra no sabía manejar, pero aun así lo intentó.

Aceleró con fuerza y se alejó.

—¡Abuela! —gritó bajándose del auto y corriendo hacia la cinemateca— ¡Vienen, ya vienen! —volvió a gritar con la voz rasposa.

Tomó los bolsos sobre sus hombros y corrió hacia el chevette, lanzándolos en los asientos traseros. Regresó y ayudó a su abuela a entrar.

—Pero, mija —dijo—, si caminan con aquella lentitud. ¿Cuál es el apuro?

Un grito les erizó la piel. Una silueta se asomó por la calle, vieron como abría la enorme boca y emitía otro chillido espantoso. Empezó a correr como un animal y se abalanzó sobre la horda de resucitados que caminaban hacia ellas.

—¡Se los está comiendo! —la anciana gimió— mija, arranca, arranca rápido.

María Alejandra aceleró con la adrenalina corriéndole por la sangre. Su abuela a su lado pegaba gritos cada vez que veía por el retrovisor a aquel ser saltando de cuerpo en cuerpo masticando la carne podrida.

—¡Señor Jesús! —sollozaba haciendo la seña de la cruz.

La chica sólo se concentraba en la vía, giraba bruscamente quemando el asfalto, pasando por las calles vacías que había recorrido tantas veces y hacía muecas para que las lágrimas no salieran de sus ojos.

ResurrecciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora