Embarazada, la primera semilla

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La Primera Concepción.

Una tarde, o tal vez una noche o tal vez a la madrugada; no se sabía cuál era exactamente el tiempo en el sótano; Ambrose termino su primer proyecto más ambicioso hasta el momento: El torso de un hombre hecho en cera tomando como guía una imagen sacada de uno de los libros de anatomía de su esposo. Estaba tan orgullosa de sí misma. Dio un par de pasos atrás para contemplar desde lejos. Tal vez estar en aquel pueblo no fue tan malo después de todo. Ahora por fin tenía tiempo para ella. Se moría de ganas para mostrarle a Franco su nueva escultura. Podría resultar acostumbrándose a aquella vida.

Más de un año y medio había transcurrido en la nueva vida de Los Gallardo. Franco observaba a su esposa quitarse los restos de cera de sus alagados y suaves dedos.

—Tienes un talento, querida.

Ambrose levantó la mirada hacia su esposo. Éste le devolvió una sonrisa.

—Quiero decir, esas esculturas dan miedo por separado, continúan sin gustarme —y añadió—: pero veo que te hace feliz.

Ambrose suspiró profundo. Luego tomó una lima y se sentó en una de las mesas del comedor. Limaba sus uñas fuertemente. Franco se levantó y le besó la frente luego los labios.

En ese mismo instante, antes de que él partiera hacia la sala-consultorio y pasara todo el día con sus aburridos pacientes, ella lo tomó de la muñeca, lo miró a los ojos con una mirada tan consternada que al señor Franco no le quedo de otra que detener un momento su rutina y preguntarle a su esposa si se encontraba bien.

—¿Ambrose que te pasa?

Ella pensó que sería demasiado fácil decírselo. Pero justo cuando abrió la boca, las palabras quedaron enredadas en la punta de su lengua.

El esposo se puso de rodillas para poder mirar directamente a los ojos a su amada.

Ambrose pasó saliva.

Abrió sus labios color carmín, se sentía ridícula pensando tanto en decir lo que estaba sucediendo en su cuerpo... cerró los ojos fuertemente y simplemente lo dijo.

—Estoy embarazada.

Las palabras terminar de salir de su boca, ni siquiera fue capaz de mirar a su esposo a la cara. Simplemente desvió la mirada y se llevó una mano a la boca sofocando un llanto. Su amado se levantó del suelo, tomo su cabeza entre brazos y le beso la frente nuevamente.

La misma tarde de ese día, Ambrose no se podía explicar cómo estuvo tan nerviosa. Franco nunca había llegado a ser un tipo de hombre que no quisiera formar una familia, ni tampoco la iba a abandonar, por el contrario, siempre quiso tener hijos, una casa, una esposa, formar un hogar, incluso el deseo de él era más fuerte que el de ella misma. Lo que sucedió, fue... tal vez... el hecho de quedar embarazada en medio de la nada, con una vida tan poco estable aun y sin saber cuánto durarían en aquel lugar. Pero a partir de ese día, él le hizo saber que comenzarían allí nuevamente. Desde cero. Ella seguiría esculpiendo y el atendiendo a la gente del pueblo, criarían a su primer hijo allí y si necesitaban mudarse a un gran ciudad, sería porque el destino así lo dictase.

—¿Has pensado en el nombre del bebe? —quiso saber el padre un día cuando entró a la cocina y vio a la mujer sentada a la mesa. Habían pasado seis meses y ahora su barriga era el triple de grande. Se veía cansada, pero continuaba siendo hermosa. Llevaba a su hijo, su semilla.

—Sí, lo he pensado y lo tengo muy claro. Como no sabemos el género del bebe y no lo sabremos —dijo la madre, ya que para realizar una radiografía tendrían que viajar de nuevo a la ciudad o probar suerte en un pueblo cercano—, tengo uno por si es un niño y uno si es una niña, al nacer nos daremos cuenta y ese le pondremos.

—Vaya, parece que no necesitas la palabra del padre.

Ella se rio y sonrió.

—Sé que te van a gustar.

—A ver, dímelos.

—Si es niño, Paul Roman, si es niña Judith.

Franco arqueó las cejas.

—Pues no lo vas a creer, me gustan. Además soy muy malo para dar nombre y lo sabes. Pues serán esos dos. Paul o Judith. 

Los Crímenes de la Casa de CeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora