Capítulo uno.

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Año 2016. Bogotá - Colombia.

Había salido desde muy temprano, su cumpleaños número veintidós transcurría de lo más normal, conducía por las calles de Bogotá y al mismo tiempo trataba de cambiarse de atuendo; acaba de regresar de la ciudad de Los Ángeles, desde que su apoderado estallara en rabia y casi la matase, hace ya un año.

Doblaba una esquina cuando su teléfono sonó.

.- Ya estoy llegando, señor —empezó diciendo­ en diez minutos estoy allí.

.- Más te vale, GarzónMaría José no evitó rodar los ojos te tengo una misión muy importante y espero que no me decepciones esta vez.

.- ¿Otro de sus regalitos, señor? —Se separó un poco de su móvil y empezó a imitar a la persona al otro lado de la línea— mire que con todo lo que aprendí en ésta ausencia me ha servido de mucho.

*Y el haber estado lejos de usted, también. Pensó la hermosa morena­—*

.-Estarás tú conforme, pero yo no. Así que es mejor que conduzcas rápido, en cinco minutos te quiero aquí.

En ese momento solo se podía oí el estresante sonido que indicaba que la llamada había finalizado, María José tiró el móvil a el asiento del copiloto y piso el acelerador. No habían muchas personas alrededor, quizás sería el hecho de ser casi la medianoche o también porque estaba en la zona más temida y menos concurrida de la ciudad. Al cabo de cinco minutos estuvo frente al lugar donde tantas veces había hecho acuerdos ilegales, y estafado a miles y miles de personas; sin contar los asesinatos que había cometido su apoderado en el sótano de la misma.

La chica bajó de su auto y se encaminó hacia la puerta principal, reinaba el silencio en la lúgubre entrada cuando María José Garzón entró sigilosa. Nadie había asistido a recibirla a su llegada a los portones. Nadie excepto el ama de llaves, que le había cogido su chaqueta de cuero y, al notar en la mueca amenazadora de la chica, prefirió seguir sumida en su silencio. Enfrente de la entrada, al otro lado del gran vestíbulo, estaban las puertas que conducían al despacho de Gerard Way, cerradas en aquel momento. Joe, el hombre de confianza de El Verdugo, hacía guardia junto a las mismas con una expresión indescifrable en sus ojos oscuros. Aunque Joe no era un traficante ni mucho menos asesino, la chica no dudaba ni por un instante de que el corpulento sirviente sabía manejar con una perfección mortal las dagas y el arma que llevaba sujetas al cuerpo. La morena sabía también que Gerard tenía ojos en todas las puertas y calles de Bogotá y, probablemente, en toda Colombia. Seguro que antes de notificar su llegada, ya alguien la había visto bajar de su vuelo y avisado al asesino.

Hace un año, Gerard la había golpeado hasta que estuvo inconsciente, en castigo por haberle impedido que firmara un acuerdo de tráfico de humanos con un agraviador portugués, en su mayoría eran mujeres que venderían como acompañantes; un año desde que la había enviado a Los Ángeles para que aprendiera obediencia y disciplina, y para que obtuviera la aprobación de éste mismo ladrón lusitano para poder regresarla y cumpliera con la misteriosa misión que se le tenía guardada.

Ésta travesía duró un año, un año aprendiendo tácticas para acabar con cualquiera que se le atravesase. Una año yendo y viniendo, un mes en Los Ángeles, otro en Nueva York y otros tantos fuera del país; bien fuese en Austria, Italia o España, pero nunca en Colombia, hasta éste día: la conmemoración de sus veintidós años en éste mundo.

Lo que el conocido asesino no tenía en cuenta, es qué María José saldaría por fin su cuenta pendiente con ese hombre. El dinero obtenido, ilegalmente por supuesto, en su larga estadía en L.A bastaría para saldar esa deuda. Le diría que, después de seis años, sería una mujer libre, ya no tendría que seguir viviendo de las órdenes de un criminal –O por lo menos tendría una vida donde ella dé esos mandatos- y no le debería nada al gran Gerard Way.

Y la pequeña estaba ansiosa por ver su expresión cuando le diera la noticia.

Había estado lloviendo, las botas negras de la chica habían dejado un rastro de barro tras de sí hasta que llegó a la puerta del despacho. Joe, cumpliendo órdenes de no dejar pasar a nadie, se plantó de frente a María José, dando la espalda a las elegantes puertas del despacho. Joe tendría quizás la misma edad que ella, las delgadas cicatrices que se dibujaban en su rostro y manos le hacían referencia a la chica que la vida a servicio del mayor delincuente de Colombia no era precisamente un jardín lleno de flores y un arcoíris al final del camino.

.-Está ocupado —escupió el escolta, ya se había llevado las manos a los costados por si tenía que sacar sus armas—

Tal vez María José fuera la protegida de Gerard, pero Joe siempre le había dejado muy claro que si en algún momento de su vida se convertía en una amenaza para su jefe, no se lo pensaría dos veces en acabar con ella. A la chica no le hacía falta verlo en acción para saber que sería un contendiente interesante. Seguramente por eso Joe se entrenaba en privado... y mantenía en íntimo su historia personal. Cuando menos supiera María José de él, más ventaja le llevaría el escolta en caso de un enfrentamiento. Una postura inteligente y satisfactoria.

—Pues a mí también se me hace un gusto verte otra vez, Joe —lo saludó ella con una sonrisa—.

El sirviente pareció molesto, pero no hizo gesto de detenerla cuando María José pasó junto a él y abrió de par en par las puertas del despacho. Sentado a su escritorio de madera labrada, el guapo traficante leía delicadamente el puñado de papeles que tenía delante. Sin saludar siquiera, la todavía aprendiz de delincuente se encaminó directamente hacia el escritorio y abrió la boca, incapaz de aguantarse ni un minuto más toda la rabia que sentía. Gerard, sin embargo, inspirando apenas una sonrisa, se limitó a levantar el dedo índice y devolvió la atención a los papeles. Joe cerró las puertas y se quedó fuera.

Al ver éste gesto, Gerard levantó la mirada y analizó un poco a la chica. Volvió a sus papeles, no sin antes tomar su celular y mandar unos cuantos mensajes. El discurso que le tenía preparado al asesino se hundió en el silencio mientras esperaba que aquel hombre le dirigiese la palabra. Una pequeña vibración le avisaba al asesino que le había llegado un mensaje, tomo su celular y empezó a leer.

La pequeña solo detallaba la delicada alfombra que cubría parte del suelo de aquella habitación ¿Cuánta sangre habrá derramado aquel día? ¿Cuánta pertenecería a ella y cuanta a Daniela Calle, su rival y aliada en el complot que arruinó ese negocio tan importante para Gerard Way? No lo sabía, los recuerdos de esa noche son un tanto ambiguos. Pero a ella la recordaba perfectamente, Daniela Calle ¿Qué habrá sido de ella después de esa noche? ¿Estaría todavía viva? No se cruzó con ella en el vestíbulo ni en la entrada, la chica solo rogaba que estuviera agobiada con cualquier tarea, solo así tenía la esperanza de que todavía viviese.

Gerard volvió a llevar su mirada a los oscuros ojos de su protegida, echo el teléfono a un lado y se recostó de la silla de cuero que tenía llevándose su dedo índice y pulgar a la barbilla. Analizaba cada rasgo de aquella hermosa mujer, recordando cada uno de ellos, notando así que se habían endurecido a lo largo de ese último año. Su mirada terminó en la cicatriz que tenía en su cuello, cerca de la yugular trazando camino cerca de su mandíbula.

.- Vaya —Empezó a decir el asesino— pensé que regresarías más morena —Sonrió— ¿Acaso te mantuvieron encerrada, querida?

María José estuvo a punto de reír, pero prefirió limitar lo más que pudiese sus emociones.

.- ¿Enserio vas a preocuparte a éstas alturas por mí, Gerard?

Había hablado en un tono más bajo, más inseguro de lo que le habría gustado. Eran las primeras palabras que le dirigía desde que la dejara inconsciente.

Dejaban mucho que desear.

Él solo se limitó a sonreír.

Recordando todo aquello que se moría por expresar desde hacía muchos meses y que tanto había ensayado en el viaje de vuelta a Bogotá, la pequeña tomó aire por la nariz. Unas cuantas frases y todo habría terminado. Más de seis malditos años a su servicio se consumarían con unas palabras y una montaña de dinero. Se dispuso a hablar, pero Gerard se le adelantó.

.- Lo siento —se disculpó, a pesar de que sus ojos eran claros no se notaba ningún brillo en ellos, estaban apagados—.

Una vez más, las palabras de María José murieron en sus labios.

La rosa en la guerra. (Caché)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora