Capítulo dos

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Cuando me despierto aún es de noche, como todos los días. No necesito mirara el reloj para saber que son las cinco de la mañana. Hace años, mi mente se acostumbró a despertarse un par de horas antes de que saliera el sol.

 Bajo de la litera sin hacer ruido y del interior de la almohada saco unos pantalones ajustados negros. Después, me acerco al armario empotrado que comparto con Chloe y saco unas deportivas que hay ocultas entre un montón de ropa. Me quito la camiseta del pijama y me dejo la camiseta de tirantes azul oscura. A continuación, me acerco a la ventana y la abro. Comienza a hacer más frío conforme pasan los días, pero ésto no es ningún impedimento para lo que yo llamo “mi liberación”. Me subo al alféizar de la ventana y me agarro con fuerza al canalón que hay al lado de ésta. Con gracilidad desciendo por él. La primera vez que lo hice acabé con un gran corte por toda la pierna para el cual no tenía excusa, ni tampoco para la cojera que siguió a los días siguientes. Sin embargo, mi hermana les dijo a mis padres que me había caído de la litera y me había cortado con un hierro mal soldado. Por supuesto, mi madre no me creyó, y empezó a desconfiar de mí.

Cuando mis pies saltan al húmedo césped del jardín, compruebo que ningún vecino me haya visto, y que todas las luces de mi casa estén apagadas. No encuentro problemas. Salto la vaya de madera y camino con cuidado por la calle hasta que llego a la esquina de la calle. Al girar, me agacho para levantar una de las baldosas, debajo de la cual saco una sudadera negra. M,e la pongo y empiezo a correr. Corro hasta que me arden los pulmones y, entonces, aflojo el ritmo.

Llego a los límites del distrito y apoyo una mano sobre las vías del tren. Permanezco así, prestando atención, hasta que noto vibraciones bajo las yemas de mis dedos, y me alejo un par de metros. El tren no tarda en llegar, corro junto a él y me agarro al asidero del primer vagón abierto que pasa junto a mí y, de un salto, entro en él. Este salto, considerado una locura para la mayor parte de los miembros de la facción a la que pertenezco ahora mismo, se ha convertido en algo cotidiano para mí desde hace años.

Durante el breve trayecto en tren, me siento en el borde del vagón y contemplo la ciudad. Los edificios blancos y negros de la sede de Verdad contrastan con los azules de Erudición. La zona por la que pasa el tren, la zona en la que viven los abnegados, se caracteriza por un paisaje monótono con calles mal asfaltadas y casas con aspecto de cubos grises, todas iguales. A lo lejos distingo la valla que nos separa del exterior y de las granjas de Cordialidad. Justo en la zona opuesta de la ciudad a la que me dirijo, está el pantano y una zona abandonada en la que debe de estar la facción de Osadía. Por lo menos, de allí es de donde llegan los jóvenes osados al acudir al centro de la ciudad. Por último, está la zona a la que me dirijo, llena de edificios destartalados, abandonados y medio derrumbados: el lugar donde viven los sin-facción.

Cuando las vías del tren se elevan unos metros para pasar sobre el tejado de uno de estos edificios, me lanzo desde el vagón. Caigo rodando por el suelo y me incorporo antes de caer por el otro.

Bajo del edificio y corro por las calles oscuras. Cualquier persona se perdería en ellas si no las hubiese recorrido cientos de veces. Cuando llego al edificio más grande de esta parte de la ciudad, me dirijo a la parte de atrás y entro en el pequeño callejón que separa éste del siguiente edificio. Camino despacio, prestando especial atención a todo lo que me rodea. Antes incluso de escuchar la voz, noto la presencia de alguien y me dispongo a atacarle.

-Vaya, vaya. Has crecido.

Bajo una vieja escalera hay un abandonado apoyado en la pared. La luz de la luna es lo único que me permite distinguirlo en la oscuridad del callejón.

-No te conozco - digo con voz amenazante.

-No me recuerdas – me corrige- Pero yo a ti sí. Te vi cuando eras pequeña con Stan.

La facción antes que la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora