1- La Cosecha

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Delilah, o Ly, como le solían llamar los molestos niños del distrito 8 a los que a veces hacía de canguro a cambio de víveres, se miró en el sucio espejo que tenía en el pasillo de su pequeña casa.

El vestido marrón de formas simples, demasiado amplio al ser heredado para ajustarse a su figura, no hacía nada para resaltar la belleza que siempre habían destacado de ella sus familiares y conocidos. Pero ¿Quién necesita estar presentable o favorecida para la cosecha?

Estaba claro que le gustaría vestir las ricas telas, suaves al tacto, de colores brillantes e intensos; que cosía día tras día en un pequeño taller sin apenas luz o ventilación. Pero esos vistosos trajes estaban destinados a otras personas, a aquellos con un mayor estatus social, más dignos para llevar las costosas obras de arte trabajadas por las laboriosas manos de los habitantes del distrito; esos trajes estaban destinados a los ciudadanos del Capitolio.

Delilah años atrás había pensado tomar prestado alguno de los vestidos en los que trabajaba para una ocasión tan "especial" como la cosecha, ¿Así es como se les presentaba a los ciudadanos, no? Como un evento, un evento anual glorioso, así que ¿Por qué no estar presentable para ello? Pero la experiencia le había enseñado a no plantearse esa opción. Desde que la señora Manson fue exiliada por coger prestado un pequeño lazo para el funeral de su hija, todos se contentaban con llevar sus rasposas prendas marrones que recordaban a los sacos del Mercado.

La muchacha se levantó las faldas de su vestido para que estas no se llenaran de barro, no es que le importara mancharlas, pero no quería añadirle al peso de la tela el peso de la porquería.

Caminó hacia la plaza del distrito en la que se iba a llevar a cabo la ceremonia, pensando en todo y en nada, hasta que una voz alegre y cantarina le sacó de su ensoñación.

-Parece que este año no va a llover durante la cosecha, ¿Qué suerte no?

Delilah se giró hacia la voz sin parar de andar. Era Amanda, una chica del distrito cuya fastidiosa presencia no quería añadir a la experiencia ya de por si horrible de la cosecha.

-Mmmh si...que suerte Amanda- dijo con la sonrisa más real que pudo trabajar y con un tono monótono que dejaba entrever sus verdaderos sentimientos.

-Este es el último año que tu nombre entra en la lotería ¿verdad?- continuó Amanda sin darse cuenta, o fingiendo no darse cuenta, de cuanto no quería tener esta conversación la otra chica- ¿Te imaginas que mala suerte sería que fuera tu nombre el que saliera?

Delilah apretó con fuerza los puños hasta que sintió el dolor de las uñas clavándosele en las palmas. Amanda era una verdadera sociópata, decir algo así con un tono tan jovial y soltando una risita aguda después. Esa chica siempre estaba de buen humor el día de la cosecha y cada año se sentaba en primera fila frente a la pantalla gigante de la plaza para ver los juegos, desde su comienzo hasta su fin. Delilah estaba convencida de que, aunque no les obligaran a ver los juegos, Amanda lo haría de todos modos.

-Si sería una verdadera mala suerte, así que mejor no hablamos de ello para no gafarme ¿vale?- Soltó Delilah entre dientes y comenzó a andar más rápido sin esperar a que la otra chica le respondiera, dejándole atrás en un instante.

Por supuesto había pensado en la posibilidad, aunque había intentado dejar de lado esa oscura idea. Amanda, como siempre, le había recordado lo cerca que estaba de una muerte segura cada vez que caminaba a la plaza para presenciar la cosecha. Pero este era su último año, y ya había sufrido toda la mala suerte que podía sufrir una persona en su corta existencia así que su nombre saliendo de la bola de los tributos femeninos no sería justo. Además su nombre solo había entrado una vez la lotería, una de las ventajas de no tener una familia a la que sostener. Al ser solo ella podía apañarse con el pequeño sueldo del taller y no necesitaba pedir teselas, por lo que "la suerte estaba de su parte". La mayoría de los tributos que salían escogidos año tras año, al menos desde que ella tenía memoria, eran chicos y chicas mayores de familias grandes y pobres, cuyo nombre había entrado innumerables veces en las urnas. Sí, no iba a salir su nombre, no iba a pasar.

Continuó intentando auto convencerse aunque dudaba de sus propias palabras, porque los juegos nunca favorecían a nadie, solo castigaban.

Sin darse cuenta, y andando casi mecánicamente perdida en sus propios pensamientos, llegó a la plaza del distrito. Esquivó a un par de niños que lloraban al separarse de sus madres para ir a sus sitios designados en la plaza y que eran arrastrados por los jóvenes de mayor edad para que todos estuvieran donde debían cuando el discurso del presidente empezara.

Caminó hacia la parte lateral trasera de la zona de las chicas porque sabía que Amanda estaría en primera fila, en el centro, sonriendo, y no podía enfrentarse a ella de nuevo y menos ahora.

La portavoz del Capitolio, una mujer pequeña algo entrada en carnes, esperaba subida en la tarima de la plaza a que todo empezara. Su pelo, este año de un color verde neón destacaba sobre las grisáceas paredes que rodeaban la plaza. La mujer se mostraba serena, incluso contenta, como si no estuviera a punto de destrozar la vida de dos adolescentes.

El himno del capitolio retumbó por toda la plaza llevando al silencio a cada uno de los allí presentes.

Delilah no prestó atención al discurso del presidente, o al que dio también la representante del capitolio, Velia era su nombre. Su mente viajó y viajó entre las miles de posibilidades, en lo que podía salir de aquella plaza en menos de una hora. Podía salir su nombre, podía salir el nombre de un vecino, podía salir el nombre de alguien que le sonara de vista o de alguien a quien ni siquiera reconociera del distrito. Fuera como fuera, no era capaz de obligarse a escuchar un discurso de palabras vacías que solo hablaba, sin decirlo claramente aunque todos lo supieran, de muerte.

Delilah intentó evadirse, no pensar en lo que estaba teniendo lugar, así que empezó a hacer lo que su madre un día le enseño para calmar los nervios. Se centró en el estruendoso conjunto de Velia y empezó a descomponerlo. Una chaquetilla de raso fucsia con hombros abullonados hecha por los hermanos Liamson del final de la calle. Una blusa azul turquesa, con botones de oro, sin duda obra de la señora Laurel y finalizada por su hija que tenía menos gracia a la hora de coser los botones, lo que era obvio en los dos últimos, al menos para Delilah. Cinturón de cuero, de un cuero excelente, que sin duda había pasado por el Taller del Norte y había sido tratado en la Casa Blanca. El tocado, obra del señor Hayes, un hombre grande de toque cuidadoso y delicado que confeccionaba los mejores tocados y broches para el Capitolio.

De pronto llegó el momento. Delilah seguía perdida en sus propios pensamientos hasta que la tensión que se formó en la plaza pasó a ser tan palpable que le sacó de su ensoñación.

Velia se movió a través del estrado con asombrosa agilidad para alguien de piernas tan regordetas y que llevaba tacones tan complicados. Llegó a la bola donde los nombres de las chicas se encontraban y con un ceremonioso movimiento de muñeca cogió una de las papeletas.

Se dirigió de manera lenta hacia el centro de la tarima, tomándose su tiempo, quizás para permitir que el presentador de los juegos, allá en el Capitolio, creara tensión para sus espectadores; quizás porque disfrutaba de este momento.

Desdobló la papeleta con aire ceremonioso y en una sola exhalación anunció el nombre de la condenada, alto y claro:

-Delilah Jones.

La tributo con piel de loboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora