32- Esperanza

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Delilah se hundía irremediablemente. El agua le cubría y ella caía al fondo como un guijarro lanzado al río sin cuidado, vencida por su propio peso. Miraba hacia arriba y veía el bello reflejo del sol sobre la superficie del agua y la baliza, proyectando una sombra negra. Las burbujas subían como globos, escapando desesperadas de su boca. No era una visión desagradable aunque supusiera un final horrible. Nunca había visto el mar antes en su vida y no le importaba que este fuera lo último que viera.

Pero la superficie se oscureció y una nueva sombra se unió a la de la baliza. Un brazo fuerte y firme le rodeó sacando su cabeza a flote con maestría.

—No intentes nadar, solo sujeta bien la baliza y haz impulso con las piernas —le dijo Eber al oído con esfuerzo.

Así poco a poco fueron avanzando, golpeados por las olas, hasta que Delilah sintió como sus piernas, que se movían despacio podían tocar algo duro, el lecho del mar. Aunque podría haber salido por su propio pie entonces Eber no le soltó y Delilah se dejó arrastrar.

Acabaron ambos tirados sobre la arena, agradeciendo el calor del sol, mientras boqueaban cansados. La baliza junto a ellos, como un cofre del tesoro recién rescatado de las profundidades del mar. Sin duda tenía un valor incalculable.

—Pensaba que te ibas a quedar en el bosque —dijo Eber cuando pudo hablar.

—El alimento se iba —le contestó Delilah.

—¿Y no se te ocurrió que el chico del distrito pescador podría cogerlo con más facilidad que una costurera? —dijo Eber aunque sin reproche—. ¿Acaso habías nadado antes?

—Tenemos un río en mi distrito.

—¿Y cuánto cubre?

—Al menos hasta la cintura.

Se miraron un momento y no pudieron evitar estallar en risas. El miedo evaporándose de ellos como lo hacía el agua salada de sus ropas acartonadas.

Basil y Valdis se les unieron y por un momento olvidaron que eran tributos y pudieron imaginar que eran un grupo de amigos que se habían conocido en otra vida diferente. Amigos que disfrutaban de un día en la playa, holgazaneando, disfrutando del simple hecho de existir.

Arrastraron entre los cuatro la baliza, dejando un reguero en la arena que alertaría a cualquiera que pasara por allí, aunque sabían que nadie iba a hacerlo. Solo llevaban allí unas horas y el sol les ardía en la piel.

Por el camino Delilah recuperó su capa de piel de lobo que había dejado caer en su carrera y Eber el arpón que había tirado de cualquier modo cuando vio a Delilah ahogándose en la distancia.

Cuando llegaron al bosque se sentaron desfallecidos.

—Bueno, veamos que hemos conseguido —dijo Basil casi saltando de la excitación.

Desmontaron la baliza y dentro encontraron un paquete, algo más pequeño de lo que esperaban y al mismo tiempo más grande de lo que habrían esperado encontrar días atrás.

Con cuidado lo desenvolvieron y encontraron un poco de todo. Vegetales frescos, fruta de colores, pan, queso e incluso unos cortes de carne.

—Será mejor racionarlo —dijo Eber prudente y nadie se lo rebatió.

Dividieron la comida para que les durara al menos un par de días, suficientes para encontrar las armas y enfrentarse a los profesionales disponiendo de todas sus fuerzas.

Comieron y aunque las cantidades no fueron grandes, comparada con las cenas de noches anteriores, aquella fue un festín digno de reyes.

Esa noche durmieron felices en el bosque, con el estómago lleno y con esperanza, dos cosas que hacía mucho que les faltaban.

Al día siguiente amaneció un día algo nublado que les dio una pequeña tregua en cuanto al calor se refería. El recuerdo del sofoco en la playa aun en sus memorias.

Con parsimonia y charlando amigablemente entre ellos, llegaron hasta el centro de la zona de bosque y tal y como esperaban encontraron las armas.

Era una caja metálica de gran tamaño que sin duda antes no había estado ahí. Aunque parecía sellada la abrieron con facilidad. Había espadas largas y cortas, cuchillos de todos los tamaños, lanzas, sogas, mazas, martillos y hachas.

—Son más de las que había en la cornucopia —dijo Valdis anonadada.

—Sí, tantas que no podemos cargar con todas —observó Eber.

—¿Qué sugieres? —le preguntó Delilah mientras cogía y observaba un gran cuchillo de caza.

—Que cojamos las armas que necesitemos y podamos llevar y dejemos el resto en la caja. Si la teoría es que desaparecen cuando acaba el día lo harán aquellas armas que dejemos atrás en la caja. Esconder aquellas armas que no podamos llevar no es una opción porque nos arriesgamos a que los profesionales las encuentren.

—Deberíamos escoger entonces con cuidado. Las armas que manejemos bien y las que puedan sernos útiles. Tanto Galip como Serilda tienen armas arrojadizas, y el tridente de Kady también podría usarse de ese modo. Necesitamos también armas para atacar en la distancia—dijo Delilah.

Se quedaron mirando un rato el contenido de la caja hasta que tomaron una decisión.

Eber tomó otro arpón, este más pequeño, que podía colgarse del brazo fácilmente; y una extraña ballesta que decía que había utilizado anteriormente para pescar y que se ató a la espalda con una de las sogas.

Basil tomó un tirachinas nuevo y mejor, y varias fichas de metal para lanzar provocando más daño que con unas simples piedras. Valdis tomó un arco de aspecto complicado con el que había entrenado durante la preparación.

Delilah había practicado solo con cuchillos y tomó uno de ellos. Viendo las armas de los demás pensó que necesitarían algo por si la lucha cuerpo a cuerpo fuera necesaria. Tomó una espada metálica que pesaba menos de lo que parecía, y un escudo con el símbolo de Panem grabado en relieve. Con ambos y su piel de lobo tenía un aspecto imponente, como el de un guerrero nacido de leyendas.

—¿Qué toca mañana? —preguntó Basil de pronto.

—"El invierno generoso dio un perfume maravilloso" —recitó Valdis con voz monótona.

—Creo que sobreviviremos sin perfume aunque bien nos haría falta —dijo Delilah y todos rieron.

Las risas dieron paso al silencio, un silencio que pronto se tornó grave.

—Llevamos ventaja y no sabemos cuánto nos va a durar. Los profesionales podrían descubrir el funcionamiento de la arena en cualquier momento. Deberíamos atacar —dijo Eber muy solemne.

—Sí, pero esta vez hagámoslo sin planes complicados porque no nos han servido de mucho. Nosotros hemos comido y ellos no, nosotros tenemos el factor sorpresa y ellos no. Vamos con todo y les echamos de la Cornucopia por lo menos. Si todo se tuerce... —Delilah no quería hablar de ello pero sabía que tenían que hacerlo en algún momento—. Pase lo que pase acabaremos mañana con este infierno.

Aquel día lo pasaron comiendo y descansando, contándose anécdotas de sus vidas pasadas, sintiéndose como ancianos, aquellos recuerdos pareciéndoles tan lejanos. Habían madurado a la fuerza y sus palabras estaban teñidas de melancolía y amargura, no se reconocían a ellos mismos.

Durmieron como sentían que no lo habían hecho en años, la certeza del fin dando cierre a todo lo que les asediaba. De un modo u otro al día siguiente pensaban ser libres.

La tributo con piel de loboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora