Capitulo XIII

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El regreso de Tess Durbeyfield desde la mansión de sus falsos parientes se rumoreó por ahí, si eso no es mucho decir para un espacio de un kilómetro cuadrado. Aquella misma tarde estuvieron a visitarla unas chicas de Marlott, compañeras de colegio y amigas suyas, las cuales iban almidonadas y planchadas como requería la visita a quien como Tess —según ellas se figuraban— había hecho su suerte, y se sentaron en corro en la estancia mirando a la joven con gran curiosidad. Porque la circunstancia de que aquel presunto primo en trigésimo primer grado, d'Urberville, todo un caballero y de otra localidad, se hubiese prendado de Tess, con la fama que tenía de mujeriego y de ladrón de corazones, empezaba a divulgarse más allá de los límites de Trantridge, ciñendo a la joven de un prestigio mucho mayor, por los peligros que entrañaba, que si se hubiera tratado de algo sin riesgo.

Era tan profundo el interés que mostraban las muchachas, que las más murmuraban a espaldas de Tess:

—¡Qué guapa es! ¡Y cómo le sienta esa blusa! Debe de haberle costado un dineral. ¡Es regalo de él!

Tess, que se hallaba muy ocupada bajando el juego de té del aparador del rincón, no oyó esos comentarios, que, de haberlos oído, pronto les hubiera cortado los vuelos a las murmuradoras. Mas los oyó su madre, y en su ingenua vanidad, y puesto que no era posible contar con un matrimonio deslumbrante, se avino a sacar partido de la sensación de un coqueteo deslumbrante. En el fondo, se sentía halagada, aunque fuera tan menguado y falaz el limitado y efímero triunfo que dejaba malparada la reputación de su hija. Después de todo, aún podía terminar la cosa en casorio, y en la efusión de su gratitud por la admiración que mostraban las muchachas, las invitó a tomar el té.

La charla, las carcajadas, las risueñas indirectas, y sobre todo los rubores y pujos de envidia de sus amigas, reanimaron también el espíritu de Tess; y a medida que avanzaba la tarde se contagió de su entusiasmo, hasta el punto de ponerse casi contenta. Desapareció de su rostro la severidad marmórea, recobró algo de su antigua vivacidad saltarina y asomaron a su cara los colores de su lozana hermosura.

De cuando en cuando, olvidando sus preocupaciones, contestaba a las preguntas de sus amigas con un aire de superioridad que parecía revelar que sus hazañas en las galantes lides eran dignas de envidia. Pero lejos de estar, según la frase de Robert South,I. «enamorada de su propia ruina», sus ilusiones de aquella tarde fueron fugaces como un relámpago; volvió la serena razón a mofarse de su flaqueza y no tardó en desvanecerse el espectro de su momentánea vanagloria.

Después vino el desencanto del despertar al día siguiente, que ya no era domingo, sino lunes y ya sin la mejor ropa; se habían ido las risueñas visitantes, y Tess despertó sola en su antiguo lecho, y oyó allí junto a ella la respiración de los inocentes hermanitos. En vez de la impresión bulliciosa de su regreso y el interés que inspirara el primer día, vio la joven delante de sí un largo y áspero camino que tendría que recorrer ella sola, sin ayuda de nadie, y con pocas simpatías de parte de los demás. Su depresión de ánimo fue terrible; de buena gana se hubiera escondido en una tumba.

Pasadas unas semanas, se reanimó Tess lo bastante para poder mostrarse en público, como no podía ser menos para ir a la iglesia un domingo por la mañana. Le gustaban a la joven los cantos, mejores o peores, y los salmos, y tomar parte en el Himno de la mañana. Aquel gusto innato por la música, que heredara de su madre, era causa de que cualquier musiquilla le hiciera tal impresión que a veces parecía que iba a salírsele el corazón del pecho.

Con objeto de eludir la curiosidad pública por razones íntimas y rehuir los galanteos de los mozos se sentó, antes de que tocaran las campanas, en un banco al final de la nave, bajo el coro, adonde sólo iban a sentarse los viejos, teniendo cerca las andas funerarias que allí dentro se guardaban con los demás fúnebres artefactos.

Iban entrando los feligreses de dos en dos y de tres en tres, y colocándose en fila delante de Tess permanecían tres cuartos de minuto con la cabeza baja como si rezaran, aunque no había tal cosa, hasta que por fin se sentaban y esparcían la vista alrededor. Al empezar los cánticos notó la joven con satisfacción que habían elegido uno de los que más le gustaban. Era el antiguo cántico Langdon, aunque no sabía ella cómo se llamase, a pesar de que le hubiera gustado muchísimo saberlo. Reflexionó la joven, aunque sin formular bien su pensamiento, en lo raro y divino del poder de un compositor que desde el sepulcro podía despertar emociones eternas, que él sintiera por primera vez, en una muchacha como ella, que jamás había oído su nombre ni siquiera lo más mínimo acerca de su persona.

Los que habían vuelto la cabeza al principio la volvieron de nuevo al avanzar el servicio, y al advertir la presencia de Tess se pusieron a cuchichear entre sí. Sabía la joven lo que querían decir tales murmullos y sintió amargo pesar, comprendiendo que no podría en adelante ir más a la iglesia.

El dormitorio que compartía con algunos de sus hermanitos fue desde entonces su lugar de refugio definitivo. Allí, bajo los pocos metros cuadrados de bálago, contemplaba la joven los vientos, las nieves y lluvias, los espléndidos ocasos y los sucesivos plenilunios. Fue tal su retraimiento que todos concluyeron por creer que se había ido del pueblo.

Únicamente después de anochecido hacía Tess algún ejercicio, sintiéndose entonces menos sola en las arboledas solitarias. Conocía perfectamente ese momento de la tarde en que la luz y la sombra se contraponen de tal suerte en tan absoluto equilibrio que, neutralizándose mutuamente la extinción del día y el paréntesis vital de la noche, queda la mente en la más libre holgura. Es entonces cuando el dolor que supone la vida se adelgaza hasta el mínimo de sus dimensiones. No temía Tess a las sombras; su único anhelo consistía en verse lejos de la humanidad, o, por mejor decir, de ese frío conglomerado que se llama mundo, y que, tan terrible en conjunto, resulta tan insignificante y mezquino si se le descompone en sus unidades.

Su dulce vagar por aquellas cañadas y montes solitarios estaba a tono con el ambiente que la rodeaba. Su grácil y delicada figura constituía parte integrante del escenario. A veces, su caprichosa fantasía acentuaba los fenómenos físicos que la circundaban, hasta el punto de imaginarse que eran episodios de su misma historia. Y no era que lo creyera, sino que lo eran con toda realidad, pues este mundo es sólo un fenómeno psicológico y lo que eso parecía, lo era. Las brisas y ventoleras de la medianoche, gimiendo por entre las apretadas yemas y la corteza de las ramas invernales, eran voces de amargo reproche. Un día de lluvia era la expresión de un dolor sin consuelo ante su debilidad en el alma de algún vago ser ético al que ella no podía clasificar resueltamente como al Dios de su niñez, sin que pudiera explicarse tampoco quién sino Él pudiera ser.

Pero esta idea que se hacía de sí misma, basada en jirones de convencionalismo social que poblaban su fantasía de espectros y voces hostiles, era una lamentable y errónea creación de la imaginación de Tess, una nube de fantasmas morales que sin razón alguna le aterraba. Los demás eran los que estaban fuera de la armonía del mundo real y no ella. Cuando caminaba la joven por entre los dormidos pajarillos de los setos, o veía saltar a los conejos en el claro de luna, o se paraba a mirar el nido de un faisán, se consideraba la intrusa como una figura de culpa en los dominios de la inocencia. Pero con ello establecía distingos donde no los había. Sintiéndose en oposición con la naturaleza, estaba en realidad de completo acuerdo con ella. Se había visto obligada a infringir una ley social aceptada, pero que ni siquiera era conocida en aquel ambiente en que ella se figuraba constituir tal anomalía.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora