Capitulo IX

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La comunidad volátil de cuyo cuidado se había encargado a Tess, teniendo que hacer veces de nodriza, médico y mantenedora, estaba instalada en una casita vieja con techo de bálago, sita en un recinto que había sido jardín, pero que ya no era a la sazón sino un cuadrilátero pisoteado de arena. La hiedra había invadido la casa, y la chimenea, abultada por el follaje de esa planta parasitaria, tomaba las proporciones y apariencia de una torre ruinosa. Las habitaciones de la planta baja estaban enteramente dedicadas a las aves, que paseaban por ellas con ínfulas de propietarias, cual si la vivienda en cuestión la hubieran construido ellas y no ciertos polvorientos colonos que ahora yacían al este y al oeste en el camposanto.I. Los descendientes de aquellos fenecidos colonos consideraron casi como una injuria a su familia que la casa para ellos tan querida, que tanto dinero había costado a sus antepasados y que había pertenecido a la familia durante generaciones hasta que los d'Urberville se afincaran allí, hubiera descendido a la categoría de gallinero por la decisión de la señora Stoke-d'Urberville tan pronto como la propiedad fue legalmente suya.

«En tiempos de nuestro abuelo», decían, «allí vivían cristianos.»

En aquellas habitaciones donde antaño sonaran lo lloros de docenas de niños requiriendo el pecho de su madre, resonaba ahora el piar de recién nacidos polluelos. Enloquecidas gallinas en jaulas ocupaban el lugar en otro tiempo destinado a las sillas que brindaban asiento a pacíficos agricultores. La chimenea, ardiente hogar antaño, se veía llena de colmenas invertidas donde ponían sus huevos las gallinas, mientras que fuera, los macizos que los sucesivos moradores modelaran cuidadosamente con sus palas, servían de revolcadero a los gallos.

El jardín en que estaba enclavada la casita lo circundaba una tapia y sólo se entraba a él por una puerta.

A la mañana siguiente de su llegada a la casa, llevaba ya Tess cerca de una hora disponiendo y arreglando el gallinero conforme a los sanos principios que le inculcara su padre, que había sido recovero de profesión, cuando se abrió la puerta y entró una criada con delantal y gorro blancos. Venía de la casa grande.

—La señora d'Urberville quiere las gallinas como de costumbre —dijo. Pero al ver que Tess no la comprendía bien, añadió—: La señora es vieja y ciega.

—¡Ciega!—repitió Tess.

Pero casi antes de que pudieran cobrar cuerpo en su ánimo los recelos que aquella noticia le hizo concebir, cogió al vuelo las dos más hermosas hamburghs que había en el gallinero y siguió a la criada, que también había cogido otras dos, hasta la casa grande, que, aunque muy adornada e imponente, mostraba por doquiera claros indicios de que vivía en ella alguien muy aficionado a las aves, pues flotaban plumas por delante de la fachada y había jaulones sobre el césped.

En un gabinete de la planta baja, hundida en un butacón, de espaldas a la luz, estaba la dueña de la finca, una señora de pelo blanco de unos sesenta años de edad o quizá menos, que llevaba una gran cofia en la cabeza. Tenía la movilidad fisionómica de aquellos que han perdido la vista poco a poco, defendiéndola denodadamente y dejándola escapar a pesar suyo, y cuyo animado rostro contrasta con la inmovilidad del de aquellos otros que la perdieron mucho tiempo atrás o son ciegos de nacimiento.

Tess se acercó a la señora con sus alados huéspedes, uno en cada brazo.

—¡Ah! ¿Es usted la joven que va a cuidar en adelante de mis gallinas? —dijo la señora d'Urberville al sentir unas pisadas nuevas—. Espero que las tratará muy bien. Mi mayordomo me ha dicho que usted es la persona más a propósito para ello. Bueno. ¡Vamos a ver las que me trae! ¡Vengan acá! ¡Ah! Ésta es Strut. Pero hoy no parece muy contenta, ¿verdad? Estará asustada de sentir una mano nueva. Y lo mismo Phena... Sí, tienen miedo, pobrecitas. Pero ya se acostumbrarán a usted.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora