Capitulo XLII

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Ya entrado el día, se puso Tess nuevamente en camino y cautelosamente salió a la carretera. Resultaba innecesaria tal cautela, porque no se divisaba por allí alma viva, y ella siguió camino adelante, animosa, confortada por el recuerdo del mudo padecer de las aves durante aquella noche de agonía, que le había hecho pensar en lo relativo de sus dolores, haciéndole ver la tolerable naturaleza de los mismos, para vencer los cuales bastaba con despreciar la opinión pública. Sólo que esto no podía hacerlo mientras no contase con la salvaguardia de Clare.

Llegó a Chalk-Newton y almorzó en una venta donde había algunos jóvenes que hicieron observaciones lisonjeras sobre su buen parecer. De algún modo eso la hizo sentir bien, pues pensó que acaso su marido volviera a decirle cosas semejantes. A pesar de lo cual hizo por mantener a raya a aquellos circunstanciales adoradores y a los que pudieran presentarse en lo sucesivo. A este fin resolvió Tess suprimir de una vez los peligros que pudiera acarrearle su aspecto. Tan pronto como salió del pueblo se internó en una espesura y sacó de su cesta uno de los trajes de lugareña más viejos, que ni siquiera había llegado a ponerse en la lechería y que databa de cuando estuvo trabajando la tierra en Marlott. Tuvo además la feliz ocurrencia de sacar un pañuelo y atárselo a la cabeza, por debajo de la capota, cubriéndose con él la barbilla, las sienes y buena parte de la cara, como si le dolieran las muelas. Luego, con sus tijeritas, y mirándose en un espejito de bolsillo, se recortó sin piedad las cejas, y asegurada así contra toda admiración agresiva, reanudó la joven su accidentado camino.

—¡Vaya una momia de muchacha! —le dijo el primer hombre con quien se tropezó en el camino a otro que le acompañaba.

A los ojos de Tess, compadecida de sí misma, afluyeron las lágrimas.

«Pero ¡qué importa», se dijo al punto. «Yo ahora quiero parecer fea, porque no está aquí Ángel y no tengo a nadie que mire por mí. ¡El que es mi marido me dejó y ya no me quiere, pero yo le sigo queriendo a él y aborrezco a todos los demás hombres, y no deseo otra cosa sino que me miren con malos ojos!»

Y así prosiguió su jornada. Su figura resultaba muy a tono con el paisaje; era una campesina legítima en traje de invierno; esclavina gris de sarga, bufanda de lana roja, falda burda y guantes de cuero. Cada filamento de aquel traje tan viejo había sufrido el chorrear de cien lluvias y estaba además requemado del sol y desgarrado por la furia de los vientos. Ya no se advertía en Tess indicio alguno de apasionada juventud.

Tiene la doncella la boquita fría.
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Paños y más paños
le envuelven la cabeza

Bajo aquella apariencia que a la vista parecía la de una cosa apenas animada de sensibilidad, casi inorgánica, yacía la historia de una vida palpitante que, para sus pocos años, conocía harto bien la fragilidad de todo lo humano, la crueldad de la lascivia y la vanidad del amor.

Al día siguiente empeoró el tiempo, pero Tess siguió adelante, sin arredrarse ante las demostraciones de compasión, indiferencia u hostilidad que hallaba en su camino. Siendo su anhelo encontrar trabajo y albergue para el invierno, no tenía tiempo que perder. Tenía tan amarga experiencia de las colocaciones transitorias, que había resuelto no aceptar ninguna.

Así fue pasando de granja en granja, en dirección al sitio adonde la encaminara Marian, con la intención de solicitar allí trabajo en última instancia, pues no eran nada tentadoras las duras condiciones que al parecer regían en aquel lugar. Solicitó a lo primero las ocupaciones más llevaderas, y perdida la esperanza de hallar acomodo, fue luego resignándose a la fatalidad y pretendiendo otras más penosas, de suerte que empezando por ofrecerse para las faenas de lechería y cría de aves, que eran las que más le agradaban, acabó por brindarse para aquellas otras que menos le placían: las labores del campo, trabajo tan rudo que jamás hubiera hecho de buena gana.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora