Aquella misma noche, a las once, luego de tomar habitación en un hotel y de telegrafiar a sus padres comunicándoles sus señas, se echó a andar por las calles de Sandbourne. Era ya tarde para visitar a nadie ni hacer indagación alguna, por lo que, aunque mal de su grado, aplazó Ángel hasta el día siguiente sus pesquisas. Pero no tenía aún dispuesto el ánimo al reposo.
Aquella concurrida ciudad-balneario, con sus dos estaciones del este y el oeste y sus verdes jardines, se le figuraba a Ángel un paraje fantástico, súbitamente creado por una varita mágica, por más que se mostrase un tanto polvoriento. Cerca de él se veía un ramalazo occidental del infinito páramo de Egdon, pero al borde mismo de ese atezado jirón de antigüedad había tenido esta ciudad de placer la humorada de erguir su novedad flamante. A un kilómetro no más de los suburbios todo accidente del suelo era prehistórico; desde el tiempo de los romanos no se había removido allí ni un terrón de tierra, y, sin embargo, eso no había sido obstáculo para que lo exótico germinase allí bruscamente como la famosa calabaza del profeta. Y ahora Tess estaba allí.
A la luz de los faroles de la medianoche anduvo Ángel por los tortuosos caminos de aquel nuevo mundo, enclavado dentro de otro viejo, y pudo distinguir por entre los árboles, resaltando sobre el tachonado cielo, los altos tejados, chimeneas y torreones de las caprichosas viviendas que formaban la ciudad. Era aquel pueblo como una ociosa residencia mediterránea emplazada en el Canal de la Mancha, y contemplada de noche parecía todavía más imponente de lo que en realidad era.
Inmediato a ella estaba el mar, aunque sin hacerse notar demasiado, pues sus aguas murmuraban con el mismo rumor casi que los pinos, y Ángel pensaba que el susurro de éstos era el de aquél.
¿Dónde podría estar Tess, una lugareña, entre todo aquel esplendor de riqueza y de lujo? Cuanto más pensaba en eso, Ángel más se desconcertaba. ¿Acaso había por allí vacas que ordeñar? Seguramente que no, ni tampoco fincas en sus inmediaciones. Lo más probable era que la joven se hubiera puesto a servir en alguna de aquellas casas tan señoriles. Y Ángel anduvo dando vueltas por las calles largo rato, mirando a las ventanas iluminadas que poco a poco se iban oscureciendo, preguntándose cuál de ellas sería la de su mujer.
Vano resultaba el devanarse los sesos de aquel modo, y a eso de las doce volvió Ángel al hotel y se acostó. Antes de apagar la luz volvió a leer la apasionada carta de Tess. No podía conciliar el sueño, sintiéndose tan cerca de ella y tan lejos a la par, y cada momento descorría el visillo del balcón y miraba a las fachadas de las casas fronteras preguntándose en cuál de ellas dormiría en aquel momento su esposa.
Lo mismo le hubiera valido pasarse la noche en pie. A las siete de la mañana se levantó y salió enseguida con dirección a la central de correos. En la puerta se encontró con un cartero que salía a hacer el reparto de la mañana.
—¿No podría usted decirme las señas de la señora Clare? —le preguntó Ángel.
El cartero movió la cabeza negativamente.
Pero recordando Ángel que tal vez siguiera Tess usando su nombre de soltera, aclaró:
—O de la señorita Durbeyfield.
—¿Durbeyfield?
Tampoco conocía el cartero aquel nombre.
—Como todos los días entran y salen forasteros es imposible retener sus nombres.
Se fue aquel cartero y Ángel le repitió la pregunta a otro que en aquel momento salía.
—No conozco ese nombre de Durbeyfield, pero aquí en La Garza hay un d'Urberville — dijo el segundo cartero.
—¡Entonces será ella! —exclamó Ángel, pensando alborozado que Tess habría adoptado su verdadero nombre—. ¿Qué es eso de La Garza?
—Una casa de huéspedes por todo lo alto. Aquí todo se vuelven casas de huéspedes y fondas.
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Tess, La De Los D'Urberville
RomanceLa novela se ambienta en el empobrecido y rural Wessex durante la Depresión prolongada. Tess es la hija mayor de John y Joan Durbeyfield, campesinos rurales sin educar. Un día, Parson Tringham informa a John que él tiene sangre noble. Tringham ha de...