Después de subir y bajar los treinta kilómetros largos de ambas vertientes de una cañada, con el bochorno de aquel mediodía estival, llegó Ángel por la tarde a una colina distante un par de kilómetros al oeste de Talbothays, desde la cual volvió a ver el verde y húmedo recinto del valle de Var o de Froom. En cuanto empezó a bajar, y según se acercaba a la despejada cuenca de aluvión, iba haciéndose más pesada la atmósfera; el lánguido aroma de los frutos del verano, las brumas, el heno y las flores, formaban un extenso lago de perfumes que a aquella hora parecía rendir a los animales, mostrándose adormecidas incluso las abejas y mariposas. Tan familiarizado estaba Ángel con aquellos parajes, que desde lejos conocía a las vacas que pacían desparramadas por el prado. Con gran alegría se reconoció Ángel capacitado para estimar la vida, aquí, en su íntimo misterio, de un modo extraño para él en su época de estudiante; y aunque queriendo mucho a sus padres, no pudo menos de confesarse que no le costaba gran trabajo desprenderse de su hogar como de un superficial aditamento. Y eso que en Talbothays faltaba hasta ese freno que suele cohibir la espontaneidad entre la buena sociedad rural de Inglaterra, por no residir allí ningún gran propietario rural.
No se veía a nadie por los alrededores de la vaquería. Todos sus moradores se hallaban disfrutando de la siesta de una o dos horas que imponía el forzoso madrugón de la campaña de verano. A la puerta, las bruñidas colodras, relucientes de tan fregadas, colgaban cual sombreros en la percha del dentado y pelado tronco de encina allí hincado a tal objeto; estaban todas secas y listas ya para el ordeño de la tarde. Entró Ángel en la casa y, cruzando los silenciosos pasillos, se dirigió a los patios traseros, donde permaneció un momento escuchando. De la cochera llegaban pesados y recios ronquidos, que denotaban el profundo sueño en que yacían los hombres que allí tenían su dormitorio. Desde más lejos llegaban gañidos de cerdos jadeantes. Las anchas hojas del ruibarbo y las coles dormitaban también, dejando colgar al sol sus amplios haces, como sombrillas a medio cerrar.
Desensilló y echó pienso al caballo, y al entrar de nuevo en la casa eran ya las tres de la tarde. Era aquélla la hora del desnatado, y al mismo tiempo que las campanadas del reloj oyó Ángel crujir las maderas del piso alto y luego el ruido de alguien que bajaba las escaleras. Era Tess, que a los pocos instantes estaba delante de sus ojos.
No había oído entrar al joven, y a lo primero no daba crédito a sus ojos. Bostezaba la muchacha y Clare podía verle hasta el cielo de su boca, rojo como el de una serpiente. Había extendido Tess el brazo tan arriba, a la altura de su cabello, que podía apreciarse su satinada suavidad. Tenía el rostro arrebolado por el sueño y los párpados le caían pesadamente sobre los ojos. Desbordaba en ella la plenitud exuberante de su naturaleza. Era aquél el momento en que la hermosura de la mujer se encarna más profundamente, en que la más espiritual belleza se hace carne y el sexo adquiere supremacía en la presentación.
Luego, sus ojos brillaron refulgentes por entre sus párpados entornados, antes de que se hubiera despertado del todo el resto del semblante. Y con expresión de alborozo, timidez y sorpresa, exclamó:
—¡Usted, señor Clare! ¡Me ha dado un susto!
No había tenido tiempo de pensar en el cambio que la declaración del joven había introducido en sus relaciones, mas la conciencia de su nueva situación asomó a su rostro al encontrarse con la tierna mirada de Clare, que había subido el primer escalón.
—¡Tess, amor mío! —murmuró Ángel, ciñéndola con sus brazos y pegando su cara a la suya—. No me llames más señor Clare. ¡Que si me he dado tanta prisa en volver ha sido sólo por verte!
Por toda respuesta el corazón apasionado de Tess palpitó contra el suyo, y ambos permanecieron allí de pie, cayéndole el sol oblicuo al muchacho por la espalda, mientras estrechaba contra su pecho a la joven, por cuyo rostro inclinado, azules venas del cuello, garganta y cabellera, se vertía también la lumbrarada solar. Tess, a lo primero, no osaba mirarle a los ojos, por temor a que él la encontrase fea recién levantada de la siesta. Pero luego alzó los ojos, y los de Ángel buscaron hasta el fondo de sus cambiantes pupilas, contemplándole entonces Tess como Eva debió de mirar a Adán en su segundo despertar.
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Tess, La De Los D'Urberville
RomanceLa novela se ambienta en el empobrecido y rural Wessex durante la Depresión prolongada. Tess es la hija mayor de John y Joan Durbeyfield, campesinos rurales sin educar. Un día, Parson Tringham informa a John que él tiene sangre noble. Tringham ha de...