A la siguiente mañana ellas bajaron bostezando la escalera, y tras realizar, como de costumbre, el desnatado y el ordeño, entraron de nuevo para desayunar. El ganadero Crick andaba dando vueltas por la casa de muy mal humor. Acababa de recibir una carta de cierto cliente quejándose de que la manteca sabía mal.
—¡Ya lo creo que sabe mal! —exclamaba el lechero que tenía en la mano una estaca, a guisa de espátula, con cuyo extremo había recogido un poco de manteca—. Ya lo creo. ¡Y si no, pruébenla ustedes!
Se arremolinaron todos en torno a él y probaron la manteca Ángel, Tess y las demás chicas de la casa, luego dos de los mozos, y por último la señora de Crick, que acudió desde la cocina, donde acababa de preparar la mesa. No cabía duda, la manteca estaba picada.
El lechero, que había permanecido absorto para mejor apreciar el gusto y dar con la nociva hierba causante del estropicio, exclamó de repente:
—¡La culpa la ha tenido un ajo! ¡Y yo que creía que ya no quedaba ni uno en el prado!
Entonces recordaron los mozos que también había fermentado la manteca, a raíz de haber entrado las vacas en cierta pradera ya seca, sin que el ganadero adivinara entonces la causa de su mal sabor, atribuyendo esto a brujería.
—Pues hay que darle un repaso a esa pradera —dijo el señor Crick—, esto no puede continuar.
Y salieron todos juntos armados con viejos cuchillos puntiagudos. Como la planta nociva había de ser de proporciones microscópicas cuando no lo habían notado hasta allí, parecía desesperado intento el de hallarla entre tanta frondosa hierba como tenían delante. Pero a pesar de todo se pusieron en fila con mucho entusiasmo, llevando a su cabeza a Crick y a Ángel, que se había prestado gustoso a la tarea, y detrás, correlativamente, Tess, Marian, Izz Huett y Retty, siguiendo luego Bill Lewell, Jonathan Kain y las mujeres casadas: Beck Knibbs, de crespo pelo negro y vivaces ojos, y la rubia Francés, tísica a causa de los húmedos efluvios del invierno en los prados; las cuales vivían en sus respectivas casas.
Con los ojos fijos en el suelo avanzaban pausadamente, cubriendo una zona del campo y volviendo luego a empezar desde un poco más abajo, de suerte que ni un solo centímetro de aquél pudiera escaparse a su mirada. Era aquélla una tarea ímproba, porque apenas si en todo el terreno descubrirían media docena de brotes de ajos, pero era éste de tal acritud que bastaba que una sola vaca lo mordiera para que toda la leche se echara a perder.
Aunque todos diferían mucho en aspecto y modales, formaban allí, agachados en fila, una hilera curiosamente uniforme, automática y silenciosa, hasta el extremo de que a quien de lejos los viera habrían podido parecerle una manada de gansos. Caminando encorvados a los efectos del espulgo, reflejaban en sus rostros sombríos el tenue fulgor amarillento de los ranúnculos que les daban un aspecto fantástico, bañándolos en luz de luna, aunque el sol les caía a raudales por la espalda con todo el vigor del mediodía.
Ángel, que compartía solícito con los demás todas las tareas, levantaba la mirada de vez en cuando. Iba, y no por casualidad, al lado de Tess.
—¿Y qué tal? ¿Cómo vamos? —le preguntó una vez.
—Muy bien, gracias, señor —le replicó la joven un tanto huraña.
Aquel estudiado preámbulo al palique era un tanto superfluo, porque no hacía media hora que habían estado hablando de muchas cuestiones personales. Mas no llegaron a trabar conversación entonces, sino que continuaron avanzando; el vuelo de la falda de Tess le daba en la polaina al muchacho, y sus codos se rozaban a menudo. Hasta que al fin se cansó del espulgo el lechero, que caminaba a su lado.
—¡Por mi vida, que de tanto andar agachado se me va a partir la espalda! —exclamó, estirándose despacio con cara dolorida hasta lograr enderezarse—. Y usted, mocita, que no estaba muy bien hace dos días, menuda jaqueca va a tener. Si se siente mal, déjelo, y éstos continuarán.
Se retiró el lechero y a poco Tess se retiró también. Luego se apartó Ángel de la fila, dedicándose a explorar él solo el terreno. No bien le sintió Tess junto a ella cuando, nerviosa por lo que oyera la noche anterior, fue la primera en hablar.
—¿Verdad que están muy guapas? —dijo.
—¿Quiénes?
—Pues Izz Huett y Retty.
Tess había decidido, tras profundas reflexiones, que cualquiera de las dos muchachas había de ser buena esposa para un agricultor, y que ella debía ponderárselas, tratando de oscurecer sus propios méritos.
—Sí..., no son feas..., tienen mucha lozanía. Ya lo he notado.
—Aunque a las pobrecillas no ha de durarles mucho su hermosura.
—No, por desgracia, no.
—Son muy a propósito para una lechería.
—Sí, pero no mejores que usted.
—Saben desnatar mejor que yo.
—¿Sí?
Se quedó Clare observándolas, no sin que ellas lo notasen.
—Se ha puesto como la grana.
—¿Quién?
—Retty Priddle.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Pues porque la está usted mirando.
No obstante su propósito de sacrificio no pudo Tess llegar a decirle al joven: «Cásese usted con alguna de ellas, si es verdad que prefiere una moza de vaquería a una señora, y no piense en casarse conmigo».
Siguió Tess al ganadero y tuvo la triste satisfacción de ver que Clare se quedaba atrás.
Desde aquel día se impuso la dolorosa obligación de rehuirle, sin permitirse ya, como antes, permanecer en su compañía, aunque se encontrasen juntos por casual coincidencia.
Era Tess bastante mujer para comprender con toda claridad, después de oír las confesiones de las mozas, que todas éstas bebían los vientos por Ángel, y al ver el cuidado con que éste evitaba comprometer lo más mínimo la felicidad de ninguna de ellas, sentía tierno respeto por lo que, acertadamente o no, consideraba su virtuosa continencia, condición que nunca esperara poder apreciar en ningún hombre, y sin la cual algunos de aquellos sencillos corazones que se albergaban bajo un mismo techo hubieran quizá tenido que llorar su mismo infortunio.
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Tess, La De Los D'Urberville
RomanceLa novela se ambienta en el empobrecido y rural Wessex durante la Depresión prolongada. Tess es la hija mayor de John y Joan Durbeyfield, campesinos rurales sin educar. Un día, Parson Tringham informa a John que él tiene sangre noble. Tringham ha de...