Capitulo XLVI

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Varios días habían transcurrido desde la infructuosa excursión de Tess y la joven se hallaba de nuevo en el campo. Soplaba todavía el viento del seco invierno, pero un abrigo de ramaje y paja, levantado contra la corriente del aire, la resguardaba de su azote. En la parte del campo así defendida había una máquina mondadora de nabos, cuyo viso azul de pintura reciente parecía lanzar gritos en el por lo demás tranquilo escenario. Frente a dicho artefacto se extendía una trinchera o foso donde permanecían resguardadas las raíces desde el principio del invierno. De pie, junto al extremo descubierto, se ocupaba Tess en desbrozar con su almocafre las fibras y la tierra adheridas a las raíces, arrojándolas seguidamente a la mondadora. De poner en movimiento la máquina se encargaba un hombre, viéndose a poco salir las mondadas pulpas, cuyo rumor iba acompañado del que hacían el viento y el roce de las tajantes hojas y del escardillo en la enguantada mano de la muchacha.

El dilatado horizonte, vestido del suave matiz parduzco de la tierra en los trechos donde se habían arrancado las raíces, comenzaba a listarse de rayas más oscuras que iban poco a poco ensanchándose hasta semejar cintas de un color siena vivo. Por sus bordes se deslizaba una cosa movida por diez patas que avanzaba lenta, pero continuamente, recorriendo los trozos de terreno de arriba abajo; eran dos caballos y un hombre, entre los cuales se arrastraba el arado, removiendo el terreno segado que había de recibir la siembra primaveral.

Durante algunas horas no vino nada a animar aquella monotonía. Luego, más allá del punto en que se movía el arado, se divisó una mota negra. Había entrado por la esquina del seto, donde había un portillo, y a juzgar por su rumbo, se dirigía hacia el alto en que trabajaban los cortadores.

Semejante a lo primero a un puntito negro, fue agrandándose después, hasta que por fin pudo verse que era un hombre vestido de negro que marchaba en dirección a Flintcomb- Ash. El maquinista, no teniendo otra cosa en que fijar la mirada, no cesaba de observar al caminante, pero Tess, que estaba ocupada, no reparó en él hasta que su compañero le llamó la atención.

No era el recién llegado el adusto patrono, el labrador Groby, sino un hombre de indumento semiclerical cuya figura correspondía al desenvuelto y osado Alec d'Urberville de otros tiempos. Sin el ardor que la predicación le infundía resultaba ahora más frío y sereno, pareciendo cohibirle la presencia del maquinista. Palideció Tess y se echó más sobre los ojos el sombrero.

D'Urberville se le acercó y con mucha suavidad le dijo:

—Tengo que hablarte, Tess.

—No ha hecho usted caso de mi último ruego. Le pedí que no volviera a acercarse a mí — replicó la joven.

—Es que tengo para ello un motivo muy serio.

—Bueno, pues hable pronto.

—Es más serio de lo que imaginas.

Miró a su alrededor, como temeroso de que alguien pudiera oírlo. Estaban a alguna distancia del maquinista y el ruido que armaba el artefacto era bastante para impedir que nadie oyera las palabras de Alec. Éste se interpuso entre Tess y el maquinista, vuelto de espaldas al

último.

—Mira —continuó él con afectada compunción—. Preocupado únicamente con tu alma y la mía la última vez que nos vimos, me olvidé de preguntarte por tu situación material. El verte bien vestida tuvo la culpa. Pero ahora veo que arrastras una vida penosa, más penosa que cuando yo te conocí, más penosa de la que tú mereces. ¡Y quizá de ello sea yo en gran parte culpable!

No replicó Tess, y Alec la miró interrogante, mientras ella con la cabeza baja, completamente oculta por el ala del sombrero, reanudaba su tarea de desbrozar raíces. Absorta en su labor pensaba la joven que podría disimular sus emociones.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora