Capitulo XXXI

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Al día siguiente escribió Tess a su madre una carta apremiante y conmovedora, recibiendo a fin de semana la contestación, que venía escrita con la letra insegura y arcaica de Joan Durbeyfield, y decía así:

Querida hija:

Te escribo estas líneas deseando que te encuentres bien, nosotros estamos bien por ahora, a Dios gracias. Tess, todos nos alegramos de saber que vas a casarte pronto de verdad. Pero tocante a tu pregunta, te diré de ti para mí, con el mayor secreto, pero con toda energía, que no le digas nada de tu pasado percance a tu futuro. Muchas mozas, y de las mejores familias del pueblo, han tenido en sus tiempos deslices semejantes, ¿y por qué habías tú de pregonar el tuyo a los cuatro vientos, cuando las demás se tienen el suyo tan callado? Ninguna mujer del mundo cometería esa simpleza, sobre todo haciendo de la cosa tanto tiempo como hace y no habiendo sido culpa tuya. Cincuenta veces que me lo preguntes te diré lo mismo. Además, ya que eres tan inocentona que te crees obligada a desembuchar todo lo que tienes dentro, te recordaré que me prometiste no decir nada a nadie de tal asunto, dejándome a mí el cuidado de velar por tu porvenir; muy solemnemente me lo prometiste al salir por esta puerta. Yo no le he dicho nada tampoco a tu padre de tu próximo casamiento, porque con lo necio que es le faltaría tiempo para contárselo a todo el mundo.

Hija mía, ten ánimos, que te pensamos mandar un tonelillo de sidra para tu boda, que no abunda mucho por ese terreno, porque ahí se da agrio. Y sin más por hoy, con recuerdos para tu novio, te abraza tu madre que te quiere,

J. Duberyfield

—¡Madre, madre! —murmuró Tess.

Recapacitaba la joven en la poca mella que hacían en el ánimo desenfadado de su madre las cosas más serias. No veía la vida como su hija. El tremendo episodio no era para ella sino un acontecimiento de poca importancia. Pero tal vez acertara en la conducta que le aconsejaba seguir, cualesquiera que fueran las razones en que se inspirase. El silencio, considerado objetivamente el asunto, parecía lo mejor para la felicidad de su adorado; así que ¡silencio!

Afianzada de esta suerte la convicción de Tess por el mandato de la única persona que tenía en el mundo una sombra de derecho para dirigir su conducta, logró tranquilizarse. Había desplazado así su responsabilidad y sentía en su corazón una holgura no experimentada desde hacía mucho tiempo. Los días del feneciente otoño que siguieron a aquel en que dio su consentimiento, primeros del mes de octubre, constituyeron una temporada durante la cual vivió en alturas espirituales, más cercanas al éxtasis que en época alguna de su vida.

Apenas si había un punto terrenal en su amor a Ángel. En el sublime abandono que le hacía de todas sus potencias, él era la suprema bondad; sabía Ángel cuanto debe saber el guía, el filósofo y el amigo.I. Las líneas y contornos de su persona representaban para Tess la perfección de la hermosura masculina; su alma era la de un santo; su intelecto, el de un profeta. Cifraba la joven su dignidad en la conciencia del amor que le tenía; le parecía que por ello llevaba una corona. La piedad con que, a su juicio, la amaba Ángel, era causa de que ella lo mirase con conmovedora devoción. A veces sorprendía Ángel los inmensos e insondables ojos de Tess mirándole desde su misteriosa profundidad, cual si contemplasen algo inmortal.

Ella se olvidó del pasado, lo pisoteó y lo apartó de sí, como se pisotea un ascua incandescente y peligrosa. No sabía Tess que los hombres pudieran ser, en su amor a las mujeres, tan caballerosos, leales y protectores como lo era Ángel. Distaba éste mucho de ser lo que ella se creía en tal respecto, pero era, sin duda, más espiritual que carnal; sabía reprimirse y estaba singularmente a cubierto de los desmanes explosivos de la impremeditación, siendo más brillante que apasionado, menos byroniano que shelleyano; podía amar desesperadamente, pero con un amor que propendía a lo etéreo e imaginario; era su pasión una emoción torturadora capaz de preservar a la amada de él mismo. Esto arrebataba y desconcertaba a Tess, cuyas breves experiencias habían sido hasta allí tan desdichadas, y en su reacción contra su mal juicio sobre el sexo masculino, hubo de formarse de Ángel un concepto sublime, excesivo.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora