Capitulo XXXVII

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Llegó la medianoche y pasó en silencio, porque en el valle del Froom no había nada que anunciara su paso.

Poco después de la una se produjo un leve crujido en la oscura casa de labor que fuera un tiempo mansión de los d'Urberville. Lo oyó Tess, que ocupaba la habitación de arriba, y se despertó. Procedía el ruido de un peldaño del rincón de la escalera que estaba medio desclavado. Oyó luego abrirse la puerta del cuarto y vio a su marido cruzar la franja de claridad lunar con paso extrañamente cuidadoso. Sólo llevaba puestos la camisa y los pantalones, y la primera alegría de Tess se extinguió al notar que tenía los ojos fijos en una extraña y espantosa contemplación. Al llegar al medio de la estancia se detuvo y murmuró con tono de tristeza inefable:

—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!

Bajo el influjo de alguna honda e intermitente perturbación nerviosa solía Ángel levantarse dormido y hacer cosas raras, como la noche aquella que volvieron del mercado pocos días antes de casarse, cuando reprodujo en su lecho la lucha con el hombre que insultara a Tess. Ésta comprobó que aquella continua serie de contrariedades morales le había provocado un nuevo ataque de sonambulismo.

Era tan profunda la confianza leal que en él tenía, que ni dormido ni despierto le inspiraba temor alguno. Aunque le hubiera visto entrar con una pistola en la mano no se hubiera inquietado lo más mínimo.

Clare se acercó y se inclinó hacia ella, murmurando:

—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!

Después de contemplarla fijamente un rato, con la misma expresión de dolor indecible, se inclinó hacia ella, la cogió en sus brazos y la envolvió en la sábana, como en su sudario. Alzándola luego de la cama con el respeto que inspira un difunto, cruzó con ella la estancia, murmurando:

—¡Pobre Tess! ¡Mi amor, mi bien! ¡Tan dulce, tan leal, tan sincera!

Aquellas palabras entrañables, que tan severamente callaba en las horas de vigilia, llenaron de inefable dulzura el desamparado y hambriento corazón de Tess. Aunque le hubiera ido en ello la vida, no habría hecho el menor movimiento por zafarse de los brazos de él.

Permaneció, pues, completamente inmóvil, sin atreverse casi a respirar, y preguntándose lo que iría a hacer con ella, se dejó llevar fuera de la estancia.

—Mi mujer... ¡Muerta! ¡Muerta! —decía él. Se detuvo un momento el sonámbulo, apoyándose con ella en la baranda. ¿Iría a arrojarla por la escalera? El abandono de Tess rayaba en lo inconsciente, y dominada por la idea de que él había de dejarla al otro día, quizá para siempre, yacía en sus brazos en aquella postura inestable, sintiendo más voluptuosidad que terror. ¡Qué final tan deseado, si ambos cayeran juntos, despeñándose!

Mas Ángel no la dejó caer, sino que aprovechó el apoyo del barandal para estampar un beso en sus labios —aquellos labios que de día desdeñara—; luego la apretó contra sí con más firmeza y bajó la escalera. No le despertó el crujido de los desvencijados peldaños y llegaron sin contratiempo a la planta baja. Librando un instante una de sus manos del esfuerzo de sujetarla, desatrancó la puerta y salió al campo, no sin sufrir un ligero golpe en el pie contra el quicio. Pero no pareció importarle, y ya fuera, la levantó sobre el hombro para transportarla mejor, lo que facilitaba el ir ligero de ropa. Y en esa forma se encaminó al río que corría a pocos metros de allí.

No podía Tess adivinar el designio de Ángel, si es que alguno tenía, y se entregaba a conjeturas con la misma indiferencia que si no se hubiera tratado de ella. Tan plácidamente le había abandonado su ser que se gozaba en la idea de que él la mirase como cosa suya, con la que podía conducirse a su antojo. Bajo la amenaza torturante de la separación, era un consuelo sentir que en aquel momento él la consideraba como su mujer y no la repudiaba, aunque al hacerlo así llegara a arrogarse la potestad de inferirle daño.

Tess, La De Los D'UrbervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora