Capítulo 11. La esperanza es para idiotas.

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Hiroto Kira era el mejor tutor que pudiese desear. Con él aprender era divertido. Sabía muchas cosas y hablaba extraño; gracioso. Pero Shirou Fubuki disfrutaba pedirle ayuda con sus deberes y próximos exámenes. Por lo general las lecciones empezaban los sábados por la mañana, siempre acompañados de un bocadillo y té con leche. Le gustaba sentarse sobre su regazo porque podía sentir su olor a perfume costoso y cigarrillo de menta. Le encantaba cuando él apoyaba una de sus manos en su pierna y apretaba levemente su muslo; como entregándole un secreto. Sí, le gustaba mucho compartir tiempo con Hiroto Kira.

–¿Has comprendido?– preguntó mirándole. La cercanía entre ambos era tentadora.

Sus labios estaban demasiado cerca, era un reto no besarlos.

–Sí. Es más fácil cuando tú lo explicas.– respondió con una sonrisa traviesa. –Quizás, tú deberías ser mi maestro.– propuso.

Hiroto Kira rió. Cuando aquella risa inundaba sus oídos, era como una melodía.

–Estoy seguro de que no podrías concentrarte. Al menos, no en la clase.– señaló, acariciando la piel expuesta de su pierna.

El travieso Shirou Fubuki, despojado de todo pudor y vergüenza, le rodeó el cuello con sus delgados brazos y se acercó de manera peligrosa y alarmante; estando consciente de que ni siquiera un hombre tan sensato como Hiroto podría resistirse. Sus encantos naturales, aquel brillo en sus ojos. Él estaba consciente de su propia belleza y pensaba explotarla a su favor, por supuesto, si con ella obtenía los besos de esa persona que tanto le gustaba.

–Seguramente me la pasaría escribiendo tu nombre en mi cuaderno.– bromeó, como si ya no lo hiciera. En clases de historia (las más aburridas) gustaba de dibujar un paraguas y, debajo de este, los nombres de ambos. Hiroto y Shirou. Los jóvenes de otras generaciones dicen que, sí lo haces de esa manera, estarán juntos para siempre. Una tradición que no podía ser contradecida por más absurdo que pareciera.

–Y yo no dejaría de mirarte.– comentó, deslizando sus manos nerviosas por la cintura del menor. Arrancó una sonrisa de sus rosados labios.

–Besame, ¿sí?

No bastó más. Eliminaron aquella distancia que los distanciaba, uniéndose en un cálido y cariñoso beso. Un simple contaco; un simple roce. Como un beso de niños. Así era.

–Coloca tus labios abiertos sobre los míos y deja que se cierren lentamente, están hechos para permanecer juntos. Rodeame con tus brazos y mantenme cerca de tu cuerpo, con tu corazón sobre el mío hasta que los dos latan a un mismo ritmo.– Y mientras le citaba tan hermosas palabras le acariciaba el cabello platinado y las mejillas sonrosadas.

Se echaron sobre el césped del jardín que Midorikawa se esmeraba en mantener verde. Mirando el cielo, buscando formas en unas nubes deformes. En paz. Él se observó la palma de la mano, minucioso y precavido, como si la analizará. Como si intentara comprender su propia existencia.

–¿Crees en las líneas de las manos?– preguntó a su compañero adulto.

–Sí, sólo cuando dicen cosas buenas.– respondió.

–Ayer en el receso un chico me leyó las mías, dijo que moriría joven.– dijo, nervioso.

–Ha de estar celoso de ti y quería inquietarte.– expresó.

Le tomó las delgadas manos y las besó.

–Listo. He conjurado el destino.

•••

Nuestro secreto en verano.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora