El Anillo

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Simón no lo pudo aguantar. Cada segundo pensaba en Juan Pablo Villamil, en su gran amor.

Sus sentimientos hacia él eran intensos, verdaderos y ciertamente los más fuertes que había sentido en su vida. Después de pasar esa noche perfecta llena de pasión y lujuria con Villa, tenía la impresión de que no sólo su corazón, sino su cuerpo completo estallaba por la inmensa fuerza de su amor puro. Un amor que no se originaba sólo de su corazón, sino también de su alma, su mente y su vida.

No necesitaba nada, ni comida ni agua, su cuerpo sólo pedía a gritos a Villamil. Le dolió en cada célula, con cada respiro sentía la herida incurable dentro de sí mismo que había infligido la noche pasada en la que Simón se había quedado solo... sin el amor que precisaba tanto para curar sus daños.

La nave había llegado a Cartagena hace una noche y hoy Simón no tenía que cumplir sus deberes porque no había nada que hacer para un navegante en un buque que se quedaba tres días en el puerto de la ciudad costeña de Colombia.

Muchos de los trabajadores de abajo fueron permitidos para visitar a sus familias en este poco tiempo, pero los que se quedaban tenían que compensar su falta. Por eso, Villa no tenía el lujo de tiempo libre ni descanso, y su amigo Alejandro igual tenía que trabajar.

Ya que nadie podía molestarle al navegante hoy, se atrevió a dirigirse a sus cartas secretas otra vez. Aunque ya supiera que sus sentimientos eran más que correspondidos, esos papeles que escondía en su cuaderno eran la única manera en la que podía desahogarse e intentar liberar esa sensación fuerte dentro de él.

Se sentó en la silla enfrente de su escritorio y cogió una carta. Estaba a punto de remojar su pluma en el tintero, pero paró en seco, la punta de la pluma quedándose sólo unos milímetros encima de la superficie de la tinta.

¿Qué debería escribir?

La pregunta no era qué, sino si por fin lo escribiría, si por fin hacía innegable lo que volaba en su cabeza cada día. Metió su pluma en la tinta y parpadeó antes de aplicar la punta a la carta, dejando detrás de ella un rastro negro.

Lo escribió con tinta en papel, ahora no era posible borrarlo.

Carta 767: Te amo, Juan Pablo.

Cada letra que terminaba de escribir le dolía más, le dolía el no poder tocar a su amante ahora, besarle... amarle.

Abrió su cuaderno y colocó la carta encima de la pila notable que ya se había acumulado, constituida de más que 700 cartas pequeñas. Suavemente acarició la textura áspera de las cartas y las hojeó habilidosamente con su pulgar. Carta 756, 755, 754, 692, 753... ¿qué?

Simón volvió a mirar los papeles y notó que no se había equivocado: las cartas ya no estaban ordenadas. ¿Él había hecho esto? Pero no se podía acordar de hacerlo. Nunca hubiera dejado esas cartas preciosas y tan importantes así, desordenadas y entremezcladas. Así que sólo quedaba una opción para explicar todo esto.

Alguien las había visto.

El navegante detuvo su respiración y sintió como gotas de sudor deslizaban bajo su sien. Ese alguien conocía sus secretos más íntimos y tenía el poder de destruir toda la vida de Simón Vargas sólo con el solo hecho de decirle al capitán que al navegante nuevo le gustaban los hombres.

Las preguntas volaban como salvajes en su cabeza, buscando explicaciones que todavía no todo estaba perdido. ¿Cómo era posible que alguien viera las cartas si Simón las tenía siempre en su cartera cuando salía de su cuarto? Si alguien quería dañarle, cogería por lo menos una carta para aportar pruebas para su acusación, ¿no?

Mil TormentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora