Capítulo XXII

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>OTOÑO DE 1762/NOVIEMBRE>

__________{ WILLIAM }__________

El pavimento, cubierto por las grandes capas de nieve, iba siendo marcado con las huellas de las botas de William, sujetando unas misivas mal escritas a manos de John Barlow que le llegaban a través de una persona anónima. Ya habían pasado casi seis meses desde que Scoundrel logró sobrevivir de la muerte, pero William no olvidaba los actos que su victoria acarrearía y que ahora estaba sufriendo. Obvio era que un infeliz amenazado, le hacía llegar las cartas que más le helaban los nervios y la sangre porque no sólo lo amenazaban a él, sino a su hija. A William le importaba poco la suerte que corriera a partir de ese momento, pero con Sadie no se jugaba, y por supuesto, ya estaba manejando artimañas mentales que pudieran ponerla a salvo. Dios sabía qué podían hacerle a una niña sola en medio de tantas bestias que no creían en leyes ni en justicia. El último rumor que había escuchado William sobre ese engendro, era que mucha era la suma de víctimas femeninas en su inmensa lista negra a la hora de un saqueo por tierra en la aldea más cercana a la orilla del mar. Torturaba, violaba y masacraba. Y no siempre en el mismo orden. Algunas ni siquiera alcanzaban los catorce años de edad, por lo tanto, dejaba claro en sus actos qué clase de persona era a la hora de atacar. Si es que se le podía denominar persona. Algunos decían que él no era el peor a bordo de Oblivion, sino cierto muchacho de ojos verdes que siempre vestía de negro a quien había acogido como su hijo de sangre pirata. No recordaba su nombre, pero sí su aspecto, aquel que vio meses atrás con los brazos cruzados esperando pelear. Decían que si John no tenía compasión, era porque el otro, con apenas veinte años, se la había robado, convirtiéndolo en la máquina más letal de matar.

De camino a alguna parte mientras Sadie jugaba sin perder a su padre de vista, él leía la única carta que no podía sacarse de la mente ya que era la más escalofriante y la única que tuvo valor a intimidarlo hasta el punto de replantearse la posibilidad de abandonar Lewis y buscar otra ciudad donde instalar ahí sus negocios. En ella decía:

"Disfruta lo que puedas en tu puta ciudad ahora que tienes los medios necesarios para hacerlo. Lárgate a las tabernas, bebe el mejor vino y la mejor cerveza, fóllate a la ramera más hermosa y duerme todo lo que puedas alcanzar. Y protege a Sadie, no dejes que alguien le arranque los pelos a base de embestidas. Muchos están enfermos, no les importaría romperle la virginidad uno a uno. No te preocupes, yo me encargaré de hacérselo, puedo ser más amable que el resto de ratas sarnosas que se pasean por mi barco. Sería una verdadera lástima que perdiera ese brillo en la mirada y ese color tan espontáneo en sus pecas. Voy a por ti, y no pienso dejar que tu extirpe vague por ahí mientras yo viva. No olvides que más allá del confín de la tierra, muchos pensamos en ti. Y en ella".

Volvió a leerla, una vez tras otra. Si se tratara de un recital oral, William lo habría entonado perfectamente sin necesidad de dar un último repaso a las líneas de tinta. Con las dos manos, arrugó el papel y lo aplastó, furioso e impaciente por tomar una espada y batir en duelo a ese asesino del mar que tan acongojados tenía al resto de marineros americanos, ingleses, españoles o de cualquier tipo de nacionalidad. La carta se redujo a una diminuta bola amorfa que, lentamente, fue cayendo al suelo hasta ser pisoteada y golpeada contra la gravilla, enterrándose al fin entre la nieve que con su frío la dejó rígida y descolorida.

Los gritos de Sadie sonaron al otro lado de la calle acompañados de un relinche asustadizo. William abandonó el lugar en el que se había detenido y contempló a una delgada y gallarda mujer vestida de naranja con un elegante sombrero adornando su larga y lacia cabellera rubia. Las uñas de la desconocida; largas y de un color escarlata luminoso, suavizaban la conmoción de Sadie por medio de caricias cosquillosas y relajantes después de que un par de caballos rebotados, hubieran perdido el control en sus cascos durante su trayecto a algún lugar. Por suerte, la muchacha, con una espléndida sonrisa, estaba allí, evitando que la niña fuera aplastada tras haberse lanzado hacia ella para apartarla.

Kielhalen: Dulce Venganza (La Esclava blanca 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora