Capítulo LVII

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[ TORTUGA ]

La aurora y los primeros turnos de trabajo, pillaron a Nathan durmiendo en la cubierta. El ruido le despertó y aunque necesitó ayuda, consiguió ponerse en pie. Su retorcida sesera no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido y le dolía cada fibra ósea, encorvándole la espalda. Resolvió los problemas yendo a su camarote dándose un baño que intentara despejarlo. En la bañera, recapacitó sobre los últimos acontecimientos antes de subir y reunirse con la tripulación. Debían poner rumbo a Tortuga, (ese criadero de delincuentes) a enrolar hombres nuevos en lugar de los caídos y después vengarlos, empezando por esa sabandija traidora de Malcom Owens quien, hará unos años, le robó uno de los botines más importantes de la corona española.

Por otro lado, las horas pasaron para Sadie, que quedó tan dormida que ni siquiera se percató de que la tripulación aumentaba allí arriba. La pelirroja se atrevió a subir semidesnuda, con un simple camisón rasgado que le serviría para echar un pequeño vistazo. Con la delgadísima prenda se veía fúlgida como las partes aladas de un ángel. Sus muslos, bien definidos y cincelados, se asomaban con descaro por detrás de la tela blanca, cosa que no le importaba en demasía. Al hacer presencia en el exterior, las miradas se pusieron en ella, en la camisola excesivamente holgada que le consentía mostrar un hombro al descubierto. En cambio, Sadie sólo observaba a los nuevos integrantes, de los cuales, un joven de su posible edad, le llamó la atención. Ian Bowers, lucía una cabellera rizada y castaña clara, cuyos labios igualados y pervos, se entreabrieron sorprendidos ante tal semejanza femenina. Sus ocelos, caídos del color de la tierra, se concentraron en ella y en el olor dulzón que esta desprendía y que se metía bajo los orificios de su tan recta y ancha nariz. Le sonrió y Sadie le correspondió el gesto, desplazando el índice a su propia boca para morderlo despacio sin sensatez, encargándose de Nathan lo viera, así como también su rencor la intención de que iría ojo por ojo y diente por diente después de lo que sucedió con aquella mujer en su camarote en Rhode Island.

Barlow, quien admiró la figura de Sadie desde que entró en su campo de visión, sonrió en mitad de su ignorancia tras pensar, que la seductiva gesticulación de la contraria, iba dirigida a él. Se equivocó, dándose cuenta al revisar mejor la dirección de los ojos de Sadie. Sus dientes, apretándole el labio inferior, se escondieron nuevamente detrás de la lengua.

-¡A trabajar, perros holgazanes! -ordenó dando sonoras palmadas-.

Entremedias del revuelo que produjo su orden, se acercó a paso acelerado y se encaró en su contra. Justo lo que Sadie estaba esperando desde hace rato.

-¿Quieres hacer el maldito favor de taparte? ¿O le voy a tener que sacar los ojos a la tripulación? -le advirtió. Sería capaz-.

Sadie, desafiada al extremo, quiso avanzar. Nadie le decía lo que tenía que hacer.

-¿Es eso lo que quieres, que me tape?

Arqueó una ceja, coaccionando sus manos a bajar la cremallera de la espalda.

-¿Y qué pasa si...? -siguió ella-.

Se despojó del camisón, quedando completamente sin ropa delante de cientos de miradas. Unos silbaban, vitoreando la función y el admirable talle de la muchacha. Otros, se conformaban con excitarse en cada ángulo de sus curvas.

-Así me viste una vez. Ahora parece que te molesta.

Hurgó en la yaga, auto proclamándose dueña de su cuerpo y de sus decisiones con respecto al susodicho. Él, por no armar un escándalo, se contuvo. Sadie es y seguiría siendo suya. Nadie ejercía derechos sobre ella salvo él. Antaño, ya le hubiera roto un diente de un puñetazo, pero Nathan no era la misma persona desde que Sadie le perdonó la vida.

Kielhalen: Dulce Venganza (La Esclava blanca 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora