EL ODIO DE LA LEONA Y LA IDEA DEL SAPOCONCHO

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— ¡Cepeda esto es inaceptable!—bramó el sultán desde su trono.

A su lado Miriam miraba con rabia al visir que se postraba ante su padre. El sultán se levantó con el ceño fruncido y las mejillas enrojecidas por la rabia. Miró desde arriba a Cepeda.

—Si no fuera por todos tus años de leal servicio—dijo—. A partir de ahora consultarás conmigo las penas de prisioneros antes de decapitarlos.

—Os aseguro, alteza, que no volverá a ocurrir.

A Miriam Cepeda no le caía bien, pero eso no quitaba que el hombre se veía claramente afectado y abochornado por sus actos. Después de todo él sólo quería protegerla. Sólo quería cumplir con su trabajo. Y si realmente ellas la hubiesen secuestrado habría deseado que Cepeda actuase de aquella forma. Pero no la habían secuestrado y Miriam no podía evitar sentir rencor hacia el visir. Rencor por matar a dos inocentes. Por matar a dos chicas que lo único que habían hecho era sacarle las castañas del fuego en el bazar. Lo único que habían hecho era ayudarla. Y lo que más dolor le causaba era que jamás se había sentido atraída por nadie hasta Ana. Y Ana estaba muerta.

—Así que por favor—Su padre le agarró la mano—Miriam—luego agarró la mano del visir—Cepeda—Y las unió—Vamos a dar por zanjado este desagradable asunto.

Cepeda atrajo a Miriam hacia él. La princesa apretó los dientes y le miró a los ojos. Los ojos oscuros de Cepeda la miraban con arrepentimiento. Él se inclinó ante ella.

—Por favor, princesa, perdonadme. Sé que lo que hice fue despreciable. Perdonadme.

Pero Miriam no podía perdonarle. Ese hombre no le gustaba. Recelaba de él. Y había mandado matar a Ana. No podría perdonarle jamás. Había destrozado lo que quedaba de su, ya de por sí, destrozado corazón. Ya le daba igual todo: los pretendientes, el matrimonio,... Sólo quería que Cepeda desapareciese.

—Ya no me importa casarme—dijo. Cepeda levantó la cabeza. Ella le fulminó con la mirada—. Cuando sea sultana tendré el poder necesario para deshacerme de ti.

Miriam se separó con brusquedad del visir y se dio la vuelta caminando a paso rápido por la sala en dirección a una de las puertas laterales que la alejasen de aquel impresentable. Apretó los puños con fuerza y sólo pudo escuchar como su padre la llamaba, pero le ignoró.

Cepeda se quedó de pie en el salón del trono viendo como el sultán corría detrás de la insoportable de su hija. Gruñó apretando los dientes.

—Si hubiera podido apoderarme de esa lámpara...

Roi, en su hombro, se aclaró la garganta e imitó con recochineo la voz de la princesa:

—Tendré el poder necesario para deshacerme de ti—Luego bufó. El tono verdoso de su piel de sapoconcho no pudo mostrar la cólera que le recorría—. Sólo de pensar que le tenemos que hacer la pelota por el resto de nuestras vidas a ese viejo incompetente y a la gilipollas de su hija, juro que se me revuelven las tripas.

Se habían desplazado hacia un balcón con vistas al patio de palacio. Abajo podían ver a Miriam y a su padre discutiendo acaloradamente.

—No, Roi, sólo hasta que encuentre a alguien con quien casarse que sea tan gilipollas como ella, porque entonces nos desterrarán o, peor—dijo llevándose la mano al cuello con temor—decapitarán.

A Cepeda aquel pensamiento le resultó de todo menos optimista. Había jugado todas sus cartas y había perdido. La morena esmirriada y la puta rubia estaban sepultadas en la tierra con la lámpara, que se había perdido para siempre. La princesa le odiaba porque creía que él había matado a las ratas callejeras. Aquello no pintaba bien. Nada bien.

Empezó a notar como Roi saltaba emocionado en su hombro de forma repentina y le dio una mirada de reojo.

— ¡Espera, Cepi! ¿¡Y si tú eres ese marido gilipollas!?

— ¿¡Qué!?

Miró a Roi intensamente. Aquello era una locura.

—Escucha, escucha, escucha. Tú te casas con la princesa lagarta, digo leona—dijo Roi entre risas—, entonces tú te conviertes en sultán.

A Cepeda se le iluminaron los ojillos. ¡Era perfecto! Volvió al salón y se sentó con solemnidad en el trono.

—Casándome con esa víbora seré el sultán. ¡Brillante!

Roi de la emoción dio un salto hacia delante y se transformó.

— ¡Sí, brillante, sí!—dijo dando saltitos— Entonces tiras desde un acantilado al inaguantable suegro y a la víbora feminista de su hija, y serás Sultán sin que nadie te coarte. Y así, ya podrás cortejar a la princesa Aitana como siempre has deseado. Y ya no habrá príncipes Vicentes que se interpongan en tu camino.

Cepeda sonrió complacido.

— ¡Ja, já! —Dijo entusiasmado— ¡Me encanta como funciona ese cerebro de sapoconcho tuyo!

Y se echaron a reír con fuerza.

Analice War:  la leona, la rubia, el hechicero y el genio de la lámparaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora