LA PRINCESA BOLLERA Y LAS INTRIGAS PALACIEGAS

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El sultán aguardaba en una sala. Esperaba que el príncipe que había llegado la tarde anterior, lograse llegar al corazón de su hija. Aunque le parecía más sencillo que lo consiguiera Mireya, una de sus sirvientas.

Como se temía, el príncipe no salió contento.

— ¡Jamás me habían insultado de esta forma! ¡Le deseo mucha suerte para controlar a esa leona furiosa que tiene por hija! ¡Y para encontrarle marido!

— ¡Ella dramática!—escuchó el sultán que gritaba su hija desde el patio, ante las declaraciones del príncipe que se fue muy indignado y a paso rápido del palacio.

El sultán sabía que no lograría nada yendo tras él así que se dirigió al patio, en el que se encontraba su hija.

La princesa, recostada en el borde de la fuente, miraba hacia el cielo con los ojos cerrados mientras cantaba:

En un chico malo no, no, no. Pa fuera lo malo no, no, no...

—Hija—dijo el sultán—. No puedes tratar así a todos tus pretendientes.

La princesa se incorporó y se quedó sentada en el borde de la fuente.

—No, padre, sólo a los que me ven como un florero que sólo sirve para expandir sus fronteras por medio del matrimonio. Además que era imbécil.

Su padre comenzaba a exasperarse.

—Hija sabes que debes casarte...

—...con alguien de la realeza—puntualizó Miriam.

—Antes de que cumplas veintiuno. Y cumples en seis días, Miriam.

La princesa suspiró.

—Padre es que quiero...—le tembló la voz. Así que se levantó, anduvo unos pasos y se aclaró la garganta—. Nada da igual.

Su padre apareció detrás de ella y le puso una mano en el hombro.

— ¿Qué quieres?

—Casarme con alguien a quien ame.

—Miriam, hija, ya sabes que está esa ley. Y no abundan las princesas y más lesbianas. ¡Yo no puedo hacer milagros!

La princesa tenía la vista clavada en el suelo. Su padre le acarició la espalda.

—Además—dijo con suavidad el sultán—, sabes que yo no voy a durar para siempre. Y quiero que tengas a alguien a tu lado que te cuide.

"Puedo cuidarme yo solita. Muchas gracias" pensó en decir, pero se mordió la lengua.

—Padre, apenas tengo amigos—Miriam se sentó en el borde de la fuente nuevamente—, y no he salido del palacio jamás.

Su padre se acomodó a su lado e hizo que mirara su reflejo en el agua.

—Pero, Miriam, eres una princesa.

—Pues ojalá pudiera dejar de serlo— dijo dando un puñetazo a su reflejo.

Su padre gruñó y se levantó inconforme.

— ¡A veces me pregunto en qué momento te volviste así! — Y se adentró dentro del palacio.

Su padre parecía no ser consciente de que sí hubo un momento en el que ella cambió. Miriam a penas recordaba a su madre ni a su hermano mayor, que fueron asesinados en un viaje hacia el reino de Madrid cuando ella sólo tenía tres años. Por ello como figura materna ella siempre había tenido a su abuela, que fue quien la crió, principalmente. Tenía una unión muy estrecha con ella, pero la anterior sultana había muerto hacía un año y Miriam se quedó sola. Más sola que nunca sin ella. Y se volvió más arisca y más hermética. Encima, casi desde ese mismo momento, su padre había comenzado a agobiarla con que en un año debía casarse, como marcaba la ley. Y ella estaba de duelo. Y él parecía no notarlo. Sólo quería ser libre. Sólo quería ser feliz. Y la mayor libertad que tenía era solicitar que su prima Nerea, Raoul y Agoney, viniesen de vez en cuando a hacerle compañía. Pero eso tampoco podía ser muy a menudo porque no podían dejar sus reinos solos por mucho tiempo. Y ella acababa pasando sus días con Mireya. Sólo Mireya, su padre, los sirvientes y los muros de esa puta cárcel.

Analice War:  la leona, la rubia, el hechicero y el genio de la lámparaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora