Prólogo

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Cogí la bolsita de monedas que me tendía el prestamista y, conteniendo la pena tan sólo gracias a mi sentido del ridículo, la anudé con sumo cuidado en mi cinto. No podía dejar de mirar el colgante con forma de lágrima azul que acababa de empeñar, una joya que me regaló mi madre en su lecho de muerte hacía apenas una semana, junto con la historia más inesperada que hubiera podido escuchar.

—Podré... podré recuperarla, ¿verdad?

–Depende, chaval —el delgadísimo prestamista que parecía tener un ojo tres veces del tamaño del otro debido al monóculo que su profesión exigía, se encogió de hombros—; siempre depende. Cualquiera podría querer comprar esa adquisición mañana mismo, pues tengo varios clientes interesados en esta clase de artículos. Tendrás que darte prisa en recomprarla si quieres asegurarte. De todas maneras, me quedo anotado tu nombre para darte preferencia, por si tienes suerte. Dorjan Felagunt has dicho, ¿no?

Asintiendo tras un resoplido malhumorado, me encaminé hacia la calle ralentizado por el culpabilizador peso de las docenas de monedas que ahora poseía y me protegí los ojos con el dorso de la mano debido al despejado amanecer que acontecía sobre esta ciudad marítima. Los pescadores se encaminaban hacia sus barcos de laboro y los puestos del mercado ya comenzaban a diseminarse por la calle principal mientras que los carros de caravanas recién llegados hacían su ronda para entregar los pedidos.

Debido a sus casi tres mil habitantes permanentes, Linhir podía considerarse una ciudad en toda regla, pero su incipiente crecimiento palidecía ante la cercanía de la enorme Dol Amroth. Allí donde la gigantesca capital de Belfalas actuaba como orgulloso estandarte del reino de Gondor en el oeste de sus dominios, esta pequeña urbe donde crecí era famosa por sus mercados libres de los impuestos y de las restricciones legales que su enorme vecina exigía, así como por poseer en su haber la sede de la academia de novatos para la guardia del ejército destinado a la ciudad de Los Príncipes.

«La academia...», noté un escalofrío recorriéndome la espalda, y mi mano subió instintivamente para acariciar la cicatriz que ahora decoraba horizontalmente mi nariz. «Nunca volveré allí».

Tras situar mi posición en este bien llamado barrio de «Las Tabernas», me puse en camino hacia «La Escama Plateada», una de las escasas posadas de buen nombre de Linhir en la que hacían noche los guardias de caravana y aventureros menos problemáticos de esta gran villa. Pocos pasos anduve hasta que, varios metros por delante de mí, un menudo hombrecillo de rostro curtido levantó su trasero del tonel en el que reposaba y se me acercó directamente. La expresión preocupada que mostraba bajo su calva testa no me tranquilizó.

—Chico, veo que sales de la tienda del prestamista Jelton.

—¿A usted qué le importa? —espeté. Traté de ignorarle y proseguí mi camino agarrando con más fuerza la tintineante bolsa que había adquirido.

—A mí me timó al contar las monedas que me dio por empeñar la capa de piel de lobo de mi difunta esposa —parloteó el desagradable calvo de malas pintas sin dejar de seguirme durante unos pocos pasos más—.Te aconsejo que cuentes bien lo que te ha entregado antes de que pase mucho tiempo. ¡Achabo trilero, el señor Jelton!

La cercanía de este perceptivo sujeto me hacía sentir inseguro con tanto dinero encima, así que apresuré mi andar para poner distancia de por medio. Le dejé atrás, pero ahora llevaba conmigo una nueva sospecha creciente: la posibilidad de haber perdido todavía más dinero al haber sufrido un engaño por parte del prestamista. Yo sabía que el colgante que había empeñado valía más de lo que me habían dado, pero si además me había timado al darme las monedas...

Tenía que contarlas, ¡y rápido!

Tenía que contarlas, ¡y rápido!

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