Capítulo 12

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Pese a lo dicho, sí volvimos a Linhir, pero sólo estuvimos dentro el tiempo suficiente como para re-comprar la Lágrima de Nimrodel cuyo precio se había elevado (casualmente) a 10 veces el original que Jelton me pagó (y mucho más que me habría cobrado si Imrothel no hubiera intervenido para extinguir con su amedrentadora presencia las insaciables ganas que tenía ese timador de obtener beneficios).

Casi dos meses nos llevó el viaje desde la localización donde partimos hasta Minas Tirith, recorriendo la bahía de Belfalas de oeste a este, comprobando cómo el clima se tornaba más amable día tras día y los campos reverdecían y se cubrían poco a poco de las flores de la primavera.

Aunque solía amenizar algunos ratos con cantos o poemas, lo cierto es que yo tenía un repertorio muy limitado, y cuando empecé a repetirme demasiado dejé de lado esta faceta esperando que aquel hombre que íbamos a buscar pudiera extender mis horizontes artísticos.

No negaré que pasamos a la intemperie muchísimas de esas noches, escondidos en la fronda cercana al camino, haciendo guardias y durmiendo entre mantas de viaje; pero la mayor parte de las veces pasábamos cerca de alguna aldea, villorrio o ciudad pequeña, cuyas instalaciones hosteleras usábamos con gran placer. Pagué yo todo, claro, puesto que mi amigo ya no era mi protector por contrato sino alguien que me hacía el favor de acompañarme, apadrinarme y (mientras tanto) enseñarme mucho de la vida que yo desconocía.

Si bien pensé que Imrothel se refería sobre todo a compartir su saber sexual con un inexperto como yo (algo que no faltó y de lo que disfruté plena y salvajemente), mi profesor tenía en verdad otras materias en mente:

—¿Y para qué quiero yo saber de hierbas? ¡Seré un bardo! Cantaré en posadas, entretendré a los nobles de la corte, compraré en ricos establecimientos... —protesté.

—¿No piensas salir nunca de la Ciudad Blanca? —Negué con la cabeza—. Los planes que uno hace raramente se cumplen. Puede que te toque viajar con la comitiva del senescal regente, escapar de la guardia a otro asentamiento, huir de cierta infamia que recorra las calles o simplemente termines cansándote de ese lugar. Y si te encuentras al raso, más te vale saber lo que te haces.

Desde que compartiéramos mantas, cama y fluidos, mi profesor se había vuelto más abierto en cuanto a su comunicación conmigo, y eso me permitía conocerle y entenderle mucho más.

—Bueno, podría ser útil... —admití con reticencias. No es que fuera un vago; a decir verdad, siempre me había apasionado por aprender y comprender las distintas facetas de la vida, pero estaba tan enfocado en mi proyecto de bardo que cualquier otra temática se me antojaba una fruslería sin importancia.

—Hay otra razón que has de considerar: si quieres ser un bardo, no has de cerrarte a aprender sobre cualquier cosa que se ponga a tu alcance. La canción, la poesía, la pintura, los juegos de manos... ¡incluso la canalización de la esencia a través del arte! Todo eso está muy bien, pero un bardo es mucho más que eso, es un maestro, un conocedor de Arda capaz de ser útil en todo momento y situación; esa es su verdadera fortaleza. —Nunca me lo había planteado de esa manera, y me resultó curioso que él supiera tanto de lo que un bardo debía ser.

Su primera lección al respecto llegó esa misma mañana, pues dibujó en el suelo cierta planta, me describió sus hojas y flores (¡me hizo aprenderme los nombres de sus partes y todo!) y me mandó a buscarla por los alrededores escoltado por Dulce. Era su raíz lo que contenía alguna sustancia útil y fallé al menos diez veces al confundir la que me pedía con otra hierba. Necesité varias horas de vagabundeo para encontrar un buen espécimen. Él salió de la nada (me había estado siguiendo escondido, ¡menuda facilidad para el sigilo!) y me enseñó el modo de cortarla y luego la forma de conservarla fresca el mayor tiempo posible.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora