Compré una mula llamada Gladiolo, comida seca para más de una semana y cinco sacos vacíos de lino por si realmente encontraba el tesoro que deseaba encontrar (vale, era bastante optimista, pero no iba a arriesgarme a tener que abandonar allí cosas valiosas).
Con mi daga, mi ropa, mi capa, mi peto de cuero y mi monedero cada vez menos pesado podía clausurar la contabilidad de todas mis posesiones. También tenía colgado de un cordón al cuello mi bien más preciado: la llave que me facilitaría acceso a la guarida del pirata; un objeto en el que había depositado todas mis esperanzas.
Quizá no debía haber dormido a la intemperie este último día en Linhir, pero el miedo a quedarme sin reservas económicas antes de tiempo no me dejó elección. Pese a estar cubierto con la amplia capa de viaje, el frío se me metió hasta los huesos y todavía estaba tiritando cuando la puerta de la Escama de Plata se abrió de la mano de Imrothel; el mercenario me localizó al instante y se encaminó enérgicamente hacia mí levantando la mano en señal de reconocimiento, sujetando con la otra la correa que contenía a su felino.
—¿Listo? —él asintió por respuesta. ¡Por el trono de Isildur! Éste iba a ser un viaje largo sin nada de conversación. —Yo también lo estoy. Mi tío Roklan está al corriente de todo —le recordé—. Vámonos.
A las afueras de la urbe, el cazador le quitó el collar de cuero a su mascota y se lo enrolló en torno a la cintura. A ratos yo caminaba a su lado o me subía a Gladiolo. Poco a poco, las últimas casas fueron desapareciendo tras el horizonte de nuestras espaldas y nos vimos rodeados por un inmenso paisaje interminable de verde, mar y roca, según el momento y hacia dónde mirásemos.
Durante la primera jornada yo intenté mantener algo de conversación y así pude confirmar que esa especie de gran felino era una «pantera», y que trabó amistad con Imrothel en una lejana jungla al sur este de aquí. Fue una ardua tarea sonsacarle todo eso a base de esas frases cortas que tanto parecían gustarle.
—¿La consideras amiga tuya? La gente dice que los perros adoran a sus amos y que los gatos toleran a los humanos... pero no escuché nunca que un animal pudiera ser verdaderamente tu amigo.
—Ella lo es —aseguró. La llamaba Dulce (pues era hembra) y, aunque parecía mansa y esponjosa con todo ese suave pelaje sedoso, ya había comprobado que podía transformar su aspecto y su disposición en algo temible. Hicimos fuego por la noche y cenamos envueltos en los sacos de dormir, ya que hacía frío durante la noche al raso.
—¿Por qué montas?
Aunque él no lo creyera, me costaba mucho entender el verdadero significado de sus escuetas preguntas, y eran tan pocas que quería intentar responderle adecuadamente al primer intento.
—Monto porque... así me canso menos. ¿Y tú, por qué no tienes montura?
—Iremos más lentos si montas —me hizo notar, ignorando mi pregunta.
—Ya, sí. Es que Gladiolo es una mula, no un caballo, pero yo no estoy acostumbrado a trayectos tan largos. Me... —me sentí un poco delicado de más al decirlo— ...me han salido ampollas.
Se me acercó en un movimiento tan brusco que me asusté, y cuando abrió mi saco de dormir por el lateral contuve la respiración sin saber qué iba a hacerme, maldiciéndome a mí mismo al notar el irremediable endurecimiento de mi virilidad. Ahora estábamos solos; si quería aprovecharse de mí, nadie podría socorrerme.
Pero él únicamente dejó mis pies al aire para revisar los dolorosos bultos que me torturaban las plantas y los dedos. Sacó unos tallos del zurrón de su cinto y se las metió en la boca. Mientras mascaba, extrajo del mismo contenedor una navajita tan fina que podría confundirse con una ganzúa y la acercó a las ampollas de mi pie derecho. Por instinto intenté apartarlo, pero me agarró el tobillo en la tenaza de hierro que era su mano y ordenó secamente:
—Quieto. —Una de dos: o le pateaba y salía corriendo, o le dejaba hacer lo que quisiera que pensaba hacer.
Aunque su forma de ser, de hablar (o no hablar) y de actuar no me habían llenado precisamente de una gran confianza hacia su persona, por alguna razón le permití continuar; probablemente se debió a que no quería que esto saliera mal. Necesitaba que Imrothel fuera lo que aparentaba ser y me ayudase en la tarea que tenía entre manos.
No fue tan malo; apenas noté el pinchacito que hizo en cada ampolla, aunque luego sí me dolió cuando las apretó y extrajo el líquido que las rellenaba. Tras ello, escupió en su mano lo que había estado mascando, lo exprimió para eliminar el exceso de humedad y así formar una pasta densa y verdusca que comenzó a repartir sobre las pequeñas laceraciones.
—Déjame el otro —pidió tras terminar. Obediente, le acerqué mi pie izquierdo. Noté la mejoría de inmediato; parecía tener un gran frescor en los puntos donde había colocado el emplaste. El dolor disminuía por momentos.
—¿No me saldrán más ampollas?
—Saldrán más —aseveró dejando mis piernas en el saco y tapándome. —Las trataremos. —Tras sentarse, se apoyó en un árbol enrollándose en su capa y se cubrió la cara con la capucha; Dulce se le acurrucó cerca y se quedaron completamente inmóviles. —Duerme.
Pensando que no podría descansar en este duro suelo aunque quisiera, traté de acomodar mi espalda en la manta y mi erección dentro de mi ropa interior. Le estuve estudiando por entre las pestañas durante un rato: sus brazos velludos y musculosos, su mandíbula marcada, sus grandes manos... y por fin cerré los ojos y ya no supe más. Tenía demasiado sueño acumulado.
Tras despertarme con la aurora del segundo día, lo primero que hice fue comprobar el estado de mis pies, maravillándome al notarlos en perfecto estado; apenas tenían un ligero arañazo donde antes tuviere las llagas. Había sido un acierto permitir que me ayudase, pero en realidad él no tenía por qué haber tratado mis pies. Imrothel era mi protector contratado, no mi niñera, ni siquiera mi amigo... pero supuse que sus razones podían ser otras más egoístas: si me ayudaba a avanzar más deprisa, este encargo terminaría antes y él podría cobrar y volver a su vida sin dilaciones.
Durante el largo trecho de aquel día intenté trabar conversación sobre su persona una vez más. Ante mis insistentes y cada vez más concretas preguntas, Imrothel accedió a informarme que había servido a Gondor desde su lejana juventud «¿cómo va a ser lejana, si no puede tener más de veintipocos?», que formó parte del ejército de Minas Tirith apostado en Osgiliath, y más adelante fue destinado a los batidores de Ithilien; eludió cualquier intento de sonsacarle nada más personal.
Su currículum militar parecía impresionante (supuse que por ello le permitían tener esa bestia en el pueblo), pero quería saber más. ¿Por qué dejó el ejército de la Ciudad Blanca? ¿Tenía pareja en la actualidad? ¿Tenía un hogar? ¿Qué pensaba de las praderas y campos de Belfalas? Sus respuestas eran casi todo monosílabos y misteriosas sonrisas apenas insinuadas que tan sólo exacerbaban mi afán de ahondar en su historia.
Él no me preguntaba por mi vida, por mi familia, por mis objetivos o sobre nuestra misión; su despego hacia mis razones me ponía nervioso y me aturdía. Si no me hubiera sentido así de atraído por él, probablemente habría dado media vuelta y habría retornado a Linhir para contratar otro guardián menos introspectivo.
La segunda noche fue igual, aunque mi empleado comentó que ya no haríamos fuego a partir de la siguiente y yo no se lo discutí; después de todo, él se encargaba de mi seguridad. El rato en que me curó las nuevas ampollas fue más agradable esta vez, pues yo ya no tenía miedo de su tratamiento y pude disfrutar del contacto con sus fuertes manos. ¿Es posible que se hubieran demorado más de lo normal al extender el emplasto?
Quizá este tiempo juntos terminase siendo más divertido de lo que esperaba.
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Legado de Piratería
FantasiTras conocer la inesperada verdad sobre sus orígenes, el joven Dorjan decide embarcarse en una peligrosa misión para intentar recuperar el legado de su familia, y de paso solucionarse económicamente la vida. Sin embargo, los peligros del camino a tr...