Capítulo 6

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Aun sin la seguridad de que él pudiera distinguir mi rubor entre las sombras provocadas por la pequeña llama, sobre todo me importó que no se diera cuenta del instantáneo endurecimiento que mi entrepierna había sufrido ante sus palabras.

—Co... ¿Cómo?

—Quítate la ropa o enfermarás —explicó mientras abría de nuevo su mochila y sacaba el manto con el que él se abrigaba de noche; parecía seco a la luz de la antorcha.

Me resigné a sus cuidados y empecé a deshacerme de mis empapadas prendas una a una, temblando cada vez más. Él se sentó y me observó durante el proceso, y yo dudé si sentirme más ofendido, excitado o quizá halagado por su claro interés.

—Y... ¿Y tú? También estás mo... mojado.

—Aguantaré. —Quizá hubiera tildado a otra persona de engreída ante una afirmación así (¡el agua del mar estaba fría como el hielo!), pero no a él. Hasta ahora no había intentado fardar de nada; ni de su destreza en la lucha, ni de su pasado, ni de su atípica pero admirable amistad con Dulce... Imrothel era como era, y respondía a mis preguntas de forma escueta porque así era él. Al mirarle fijamente, me di cuenta de que este hombre no temblaba; el chapuzón apenas le había afectado. ¿De qué material estaban hechos los montaraces? Fui dejando las prendas plegadas en el suelo y, cuando le llegó el turno a la ropa interior, extendí el brazo para que me pasase su manta. —Todo fuera —ordenó.

Era increíble que sintiera tanta vergüenza ante otro varón después de las veces que había compartido vestuario en la academia de la guardia, y más aún cuando sabía que éste ya me había visto incluso erecto y en pleno éxtasis... pero precisamente por eso necesitaba demostrarle que yo no era un cualquiera. Agarré la tela que me ofrecía y me envolví con ella, tras lo que me saqué los calzones por debajo con tanta dificultad que acabé rodando por el suelo de madera del muelle. Su manta olía agradablemente a él, a hombre, a verdes praderas, a libertad... Si no me hubiera estado mirando, me habría pasado un buen rato olfateándola.

—Ya está.

Mi guardaespaldas dejó de alumbrar hacia mi zona y paseó la antorcha por los alrededores. Nos encontrábamos en una pequeña base con amarres justo ante una antigua puerta de acero con manchas de óxido. La plataforma de madera tenía unos dos metros y bajo ella chapoteaban las olas.

—De esto no puedo ocuparme —advirtió señalando a la entrada—. ¿Sabes forzar cerraduras?

Sonreí confiado al sacar la llave que colgaba de una cuerda anudada a mi cuello y avancé hacia el acceso tratando de no tropezarme con los bordes de la tela que me envolvía. Mi corazón latía tan rápido por la tensión que casi se me salió del pecho: si no encajaba, todo habría sido en balde.

Encajó.

Al girarla escuchamos claramente algunos engranajes y contrapesos dentro de la pared que anunciaban la posible desactivación de trampas y métodos de bloqueo.

—Vamos —ordenó el montaraz apoyando la mano en la puerta.

Tras una semana a su lado, aún no podía comprender su total falta de curiosidad. ¿No quería saber cómo había llegado esta llave hasta mí? ¿No quería saber por qué mi madre la tenía?

Algo en mi interior se rebeló y agarré el picaporte para impedir que la abriera. Quería decirle la verdad. Quería contarle quién era yo. Quería que me conociera. Quería justificarme. Al fin y al cabo, él era alguien muy discreto (o eso creía) y ya había intuido parte de mi historia, así que no podía permitir que siguiera elucubrando en silencio sobre mí y se equivocase.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora