Capítulo 1

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Confieso que no estaba completamente centrado, pero hay que entender que mis circunstancias no hacían de mi mente algo sereno en esos instantes: Mi madre había muerto hacía pocos días, había abandonado mi entrenamiento de meses en la guardia y me encontraba totalmente solo en el mundo, con todo lo que podía llamar «mío» cargado encima. Por ello, no se me debería juzgar con demasiada severidad por no darme cuenta de que me estaban siguiendo.

Llegué frente a la Escama de Plata apenas diez minutos después con la enervante manía cada vez más insistente de que me habían dado menos dinero de las ciento diez monedas que me correspondían por La Lágrima de Nimrodel; ya hasta me parecía que el saquillo pesaba menos de lo que debiera.

Podría haber entrado directamente al establecimiento, pero mi paranoia me llevó a plantearme que eso sería un riesgo: si alguno de esos mercenarios no era tan escrupuloso como se suponía y me veían cargado con tanto dinero, quizá me atracarían. Debía asegurarme de cuántas monedas tenía en mi haber antes de entrar, y así podría mantenerlas ocultas ante los parroquianos.

Al pasar ante la puerta del establecimiento observé de reojo a alguien apoyado en la pared de la posada; aunque intenté no demostrar interés ante su gallarda y fornida figura, los ojos se me abrieron como platos al ver la bestia que portaba amarrada a su lado como si fuera un perro de inusual figura. No era un cánido, era un felino: un gato gigante de negro pelaje brillante y ojos verdes. Había oído historias sobre esa clase de animales, pero nunca creí poder ver uno tan cerca. Amedrentado, hice un gran esfuerzo para dejar de observarles y disimulé mi interés al pasar de largo hacia una calleja cercana en cuyo interior podría realizar la tarea que tenía en mente.

El olor a deshechos y orín inundó mis fosas nasales en aquel oscuro pasillo entre casonas, pero ignoré mi repulsión y pateé el suelo con mis botas para asustar a dos ratas que me miraban con curiosidad. Eché mano de mi monedero y vacié con rabia el contenido sobre la sucia tapadera de un tonel de basura, comenzando a disponerlas en grupos de cinco. «Como me haya dado menos...»

—Chico, será mejor para tu salud que dejes ese dinero ahí y te largues con viento fresco —advirtió una voz burlona desde detrás. Al volverme reconocí al calvo que me había abordado hacía rato. Estaba apenas a cinco metros de mí, taponando la salida de la calleja junto a otros dos rufianes de aspecto desarrapado; portaban unos grandes palos y los zarandeaban de forma amenazadora.

«Por los Príncipes de Dol Amroth... ¿es que no aprenderé nunca?» El miedo debió de congelarme los músculos porque ni siquiera pestañeé hasta que comenzaron a avanzar lentamente hacia mí. —¡Dejadme en paz! —exigí intentando aparentar valentía, pero mi voz sonó un par de tonos más aguda de lo que debiera.

Aunque había aprendido algunas cosas sobre lucha durante mi estancia entre los cadetes de la guardia, no me gusta la violencia (sobre todo cuando el resultado se inclina claramente en mi contra), pero lo que terminó de desanimarme fueron sus risas cuando extraje del cinto la única arma que había podido conservar tras mi abandono: una daga. En verdad era pequeña, demasiado para medirme con estos tres rateros y sus bastones. Me coloqué entre ellos y mis monedas.

—Por favor, es lo único que me queda.

—Al menos conservas los dientes, guapito de cara. Si quieres seguir guardándotelos en la boca en vez de en un bolsillo, haz lo que te hemos dicho: ¡Lárgate!

Mi angustiada respiración se aceleró y apreté la mandíbula para ahogar un gemido lastimero; si gritaba, me darían una paliza y cogerían lo que quisieran antes de que nadie acudiera.

Sabía que no tenía elección, así que suspiré y comencé a hacerme a un lado... cuando percibí la nueva figura que había llegado a este callejón por detrás de los ladrones:

—Fuera —ordenó secamente el recién llegado en un tono tan autoritario que no admitía réplica, algo subrayado por el modo en que desenvainó un gran filo que llevaba anudado a la espalda. A su lado, el felino de enorme tamaño pareció crecer un palmo al erizarse, tornando su apariencia desde un inusual animal de bella estampa hasta la de una amedrentadora bestia depredadora.

Tras sobreponerse a la sorpresa, el calvete sopesó la amenaza de este indeseado defensor, (eran 3 contra uno y su gato) y se le encaró con chulería mientras agitaba su porra.

—Lárgate, o te meto esto por...

Sin más, el recién llegado corrió hacia él en un movimiento inesperado y, de dos tajazos, lo desjarretó; por su parte, el negro felino se arrojó convertido en un remolino de dientes y afiladas garras hacia otro de los rufianes, arrancándole gritos y carne a partes iguales, aunque aún pudo golpear el costado de la bestia con dureza. El otro ratero retrocedió y sacó una ballesta de mano que amartilló con rapidez.

«¡Cagarro de trol! ¡Tengo que hacer algo! ¡Tengo que ayudarle!» Pero las prioridades de mis manos demostraron ser distintas cuando se adelantaron hacia las monedas desparramadas sobre el tonel y comenzaron a guardarlas de vuelta a la bolsa. Si esto salía mal, tendría que escapar a toda prisa para pedir ayuda, pero no podía abandonar mi dinero. Entendedme, no soy tan superficial como esto dio a entender, pero esa plata era todo lo que tenía.

Así pues, la reyerta se resolvió sin mi intervención: el espadachín y el felino acabaron con el rufián que el gato tenía asido con las garras, y me encogí dolido al ver cómo la saeta del restante se enterraba en el costado de mi salvador... pero se ve que el panorama de dos de sus camaradas derrotados fue demasiado para la cobardía del último bandido, que salió corriendo.

Estaba a punto de gritar «¡Salvado!» cuando mi defensor se volvió hacia mí con la furia pintada en los ojos.

Estaba a punto de gritar «¡Salvado!» cuando mi defensor se volvió hacia mí con la furia pintada en los ojos

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