Capítulo 7

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Cuando notó que me calmaba, se apartó y me acarició la mejilla. Entonces compuso una expresión de fastidio.

—No podrás hacerlo.

—¿Qué? —el cambio de tema me dejó confuso.

—Tu padre murió hace años.

—Lo sé... o eso supongo. Busqué información en la biblioteca sobre él y todas las historias sobre Felagunt se interrumpieron poco después de que madre se fuera. Pero quizá... quizá está ahí dentro, disfrutando de todo el oro acumulado en su juventud; esperándola.

—Este sitio no se ha pisado en más de un lustro —advirtió Imrothel negando con la cabeza.

¿Podía haber deducido eso del óxido en el metal? ¿Quizá por las huellas en la cala? ¿Por el estado de la barca o por las hierbas del camino que descendía por el acantilado? Sea como sea no dudé de que tenía razón, lo notaba en el corazón: la llama de la vida de Darelken se apagó hace mucho y ya nunca podría conocerle.

—Pero puede que almacenase su tesoro aquí, ¿no? —El montaraz se encogió de hombros. —No quiero que pienses que soy rapiñador, avaro y sin escrúpulos, pero creo que quizá el legado de mi padre pueda ayudarme. Madre lo quería así, y creo que padre se mostraría de acuerdo.

—Descubrámoslo. Lleva tú la antorcha —ordenó mientras me tendía el palo en cuya punta mojada en brea ardía un brillante fuego.

Me sentí un poco raro en ese momento, y no tan solo por cubrir mi desnudez con una manta que revoloteaba en torno a mis muslos, sino por sentir que mi utilidad en estos decisivos momentos quedaba reducida a la de un candelabro.

Lo más complicado que hacía en mis sueños de mayor envergadura era sostener una hoja de afeitar en mi propia barbería de Dol Amroth, pero ahora mismo me pareció un proyecto demasiado escueto y pobre. «¿Es ese mi destino? ¿Me conformaré con una vida sencilla, arreglando barbas ajenas?»

—Lamento no ser de más ayuda. Ahora mismo, lo única manera en que podría colaborar sería cantando para animarte.

—No subestimes el poder de una buena canción —aseveró mientras abría la puerta dejando salir una ráfaga de aire frío que me puso la piel de gallina. Su comentario me animó.

—¿Quieres que cante?

—No —Señaló hacia la oscuridad mientras me ponía un dedo sobre los labios para pedirme silencio, luego sacó su espada de la vaina. Sí, mejor no hacer ruido. ¿Quién sabe qué nos aguardaba ahí dentro?

Al penetrar el portal tras mi amigo (creo que podía llamarle ya así, aunque ni siquiera sabía su apellido) nos recibió un amplio corredor de piedra enlosado de alto techo cuyas paredes se elevaban desnudas y grises. El aire permanecía un poco viciado y muy húmedo, y la decoración apenas consistía en algunas sujeciones para lámparas y muchas telarañas; de eso no faltaba.

Se nos ofreció una sucesión de puertas que Imrothel quiso investigar una por una, y la verdad es que pareció acertado tener asegurado todo lo que sobrepasábamos antes de seguir adelante. Además, tampoco quería dejar atrás ninguna «sala del tesoro» sin esquilmar.

Las dos primeras resultaron ser habitaciones llenas de camastros deshechos por la humedad, con abiertos cofres completamente vacíos y un juego de huesos podridos en forma de esqueleto sobre cada lecho. Sin fiarse, mi guardaespaldas le dio unas cuantas patadas a uno de los cadáveres como temiendo que fuera a levantarse, pero obviamente no lo hizo. Se me hizo rara su precaución, pero es que yo tenía poca experiencia como explorador de ruinas.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora