Capítulo 8

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—¡Los tenemos! —anunció el que nos apuntaba con una ballesta de mano; era el más regordete y vestía como un labriego.

—Los críos de la academia tenían razón: el chaval es un invertido vicioso y ha seducido al mercenario. Mirad como ha gozado con una polla en el culo, el niñato. Mirad, mirad su rabo goteando... ¡les hemos cortado en lo mejor! —esto lo dijo otro con sombra de barba y bigote, vestido con cota de mallas y armado con una espada corta. Juraría que su mirada no sólo me recorría con desaprobación, sino con ganas de sustituir al hombre que tenía sobre mí.

—¡Estaban follando! —subrayó un tercero con pinta de retrasado, y sus risas fueron coreadas por el cuarto. Estos dos que portaban porras de madera debían ser hermanos, porque se parecían bastante en su fealdad debido a las grandes narices redondas que compartían salpicadas de venillas rojas.

—¿Le enseñamos lo que es un buen rabo?

El último de ellos, un encapuchado que sujetaba un retorcido palo tallado de tres pies de largo, vestía una corta túnica negra; se adelantó y me miró con una sonrisa burlona que dejó a la vista la falta de un diente.

—Eso luego. Primero acabemos con ese bastardo del norte y luego ataremos al sodomita. Después tomaremos todo lo de valor que haya en este apestoso lugar. Finalmente podréis enseñarle al zagal cómo monta un macho de verdad, todo el tiempo que queráis.

—¡Tú! —Lo reconocí tanto por la voz como por la mella de su boca: —Tú eres... el auxiliar del bibliotecario. ¡Me ayudaste a planificar el camino hasta aquí!

—¡Ja! —se carcajeó al señalarnos con su vara—. Exacto, y tú aprenderás una dura lección hoy: no has de confiar en los extraños. ¡A por ellos!

Desnudos, desarmados, ante la carga de cuatro bandidos... no sé cuánto hubiera podido resistir mi protector hasta sucumbir ante sus acometidas, pero nadie se había dado cuenta de que había un tercer miembro en nuestro grupo, uno que había permanecido en silencio, agazapado tras la puerta abierta.

Nada más verles cargar, una Dulce erizada rugió como un dragón de la antigüedad y saltó sobre sus espaldas lanzando dentelladas y zarpazos a sus cuellos, a sus brazos y a cualquier otro lugar que encontrase desprotegido de tela o cuero. El de la ballesta falló al disparar apresuradamente hacia atrás y el bibliotecario traidor salió al pasillo maldiciendo mientras que los otros eran atacados sin piedad.

Aprovechando la confusión, Imrothel se levantó y giró sobre sí mismo agarrando su espadón apoyado en la pared más cercana; el tajo decapitó al ballestero de la vanguardia, rociando al segundo con una mezcla de la sangre de su compañero y del semen que todavía empapaba el miembro recién desenvainado de mi protector.

El bandido de la espada corta se volvió para hacer frente al montaraz flanqueado por otro secuaz que se agarraba el cuello sangrante y tenía la tez muy pálida; el gemelo de la porra (con uno de los brazos heridos) mantenía a Dulce arrinconada contra la esquina a base de balancear fuertemente su palo de lado a lado. La felina daba rápidos manotazos al arma, tratando de alejarla.

—¡Matadlos! ¡Matadlos ya! —gritó el bibliotecario, pero en la habitación parecían haber llegado a unas tensas tablas en donde todos temían dar un paso en falso.

El equilibrio se rompió en cuanto trastabilló el que estaba herido intentando rodear a Imrothel armado con su porra (diría que debido a la pérdida de sangre causada por los profundos arañazos de la pantera) cayendo de rodillas; mi protector aprovechó para clavarle medio espadón en el esternón sin asomo de piedad, cortando hacia arriba hasta dejar a la vista sus pulmones; con el mismo movimiento paró de lleno el filo del otro ladrón con tanta fuerza que a este se le escapó el arma de las manos.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora