Capítulo 11

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A punto estuvo de salírseme el corazón del pecho cuando escuché su voz ultraterrena.

—Te perdono, pues, mi señor. —Translúcida y etérea, pasó a mi lado destellando un fulgor parecido al de la luna y me sonrió justo antes de correr hasta Darelken para abrazársele. —Te guiaré lejos de esta angustia, liberándote de la carga que te ha mantenido sumido en las tinieblas.

No creo que sea posible describir con palabras la emoción que emanaba ambos enamorados cuando por fin sus manos se tocaron. El bendito titilar de Mirenna pareció eliminar la tonalidad verde podrida del capitán, fijando su imagen en la que tuvo en vida, ya sin volver a mostrar el rostro corrompido que antes trataba de superponerse.

—Madre... —musité conmovido.

—Dorjan, mi pequeño; gracias a ti hemos evitado la infinita pesadumbre que nos hubiera dominado durante largas eras. Vive orgulloso de lo que haces y de quién eres, pues yo siempre lo estaré.

—Hubiera deseado poder permanecer más tiempo a tu lado, hijo mío. —Aseguró el capitán; luego me pidió: —Disfruta de la vida por nosotros, con toda la pasión que llevas dentro. —Hizo una señal hacia mi pecho y se tocó el suyo, sobre el corazón: —Porta el apellido Felagunt con honor. —Le imité por instinto y noté que llevaba en el bolsillo su pendiente de oro. ¿Quería que me lo pusiera?

Fuera como fuese, no estaba yo en condiciones mentales de poder responderles más que con lágrimas y sonrisas, así que fue Imrothel quien abrió de nuevo la puerta para dejar a la vista al resto de espectros que nos esperaban en el pasillo y que retornaron a sus insultantes gemidos en umbariano nada más vernos, aporreando el lugar donde hubiera estado la puerta y que no podían traspasar.

—¿Qué hacemos para salir? No creo que ellos nos deseen nada bueno.

Cogido de la mano de Mirenna, el líder de los corsarios se adelantó hacia las almas condenadas y frunció el ceño sin dejar de sonreír con fiereza.

—Aún soy el capitán de esa chusma, y por el Alba Roja que no harán daño a mis invitados en mi propia casa. ¿¡Me oís, grumetes de agua dulce!? ¡Volved ahora mismo a vuestros camarotes si no queréis que ensarte vuestras vergas para pescar atunes! —De mala gana, pero sin poder oponerse a un mandato directo, los fantasmas recularon poco a poco hasta que el pasillo quedó desierto. Al volverme de nuevo hacia el corsario noté una concentración enorme en su expresión. —No sé cuánto tiempo respetarán mi autoridad. Es mejor que os vayáis ya.

—¡Padre! ¡Madre! —clamé de forma algo infantil, lo reconozco. Los tenía a ambos ante mí y no podía permitirme el perderles de nuevo.

—Siempre estaremos contigo. ¡Vive, hijo mío!

Imrothel me cogió del cuello de la camisa (tendría que hablar con él de esa manía suya; me hacía sentir como un cachorro de gatito al que su madre lleva a donde quiere agarrándole del pescuezo) y me arrastró hacia fuera iluminando con su antorcha; yo era apenas consciente de que aún me aferraba al cofre tallado, y Dulce nos seguía erizada por completo, bufando ante cada puerta que dejábamos atrás.

No guardo recuerdos sobre el modo en que subimos a la barca para atracar en la cala, ni de cómo trepamos por el camino del acantilado hacia la superficie, pero de repente me di cuenta de que estaba contemplando el caótico devenir de las llamas de una fogata, sentado y con el brazo de mi guardián alrededor de mis hombros. Gladiolo nos observaba atado a un arbusto algo más allá, aunque Dulce no estaba a la vista. El cofre de Darelken estaba justo ante mí con la mandolina de Mirenna encima.

El montaraz debió percibir que había retornado a la realidad, ya que me acarició la nuca. Traté de decir algo, pero se me rompió la voz y retorné al mutismo para evitar recaer en la desdicha. Imrothel asintió como si comprendiera y me acercó el instrumento musical, colocándomelo en las manos.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora