Capítulo 10

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Al menos, esa fue la primera impresión, pero los hundidos párpados seguían cerrados. Lo que realmente ocurría es que una especie de imagen onírica se sobrepuso al cuerpo; un espectro casi translúcido de esmeralda y plata que se irguió de un brinco y se nos quedó mirando con curiosidad pasajera.

—Darelken Felagunt... —dijeron mis labios, aunque no logré que pasase aire por entre el nudo de mi garganta. Llevaba un sable desenfundado en la mano, sus ropas revoloteaban a su alrededor movidas por un viento inexistente y el aspecto de su cara fluctuaba entre el que tenía en el retrato de la otra habitación y otro estado horrorosamente podrido. Por entrenada que estuviera y leal que fuera, Dulce era sólo un animal, por lo que sucumbió al horror y se agazapó erizada en una oscura esquina, bufando bajito.

El fantasma abrió la boca y habló, aunque su voz llegó con retraso y formando eco, como si viniera desde muy lejos, a través de las tenebrosas cavernas del inframundo.

—Ladrones. Rateros... —insultó en umbariano.

—¡Corre! —exclamó Imrothel agarrándome del cuello de la camisa y tirándome con una portentosa fuerza hacia la puerta tras nosotros, interponiéndose en el camino entre el fantasma y mi persona. Lo malo es que, aunque quería, no pude moverme: el terror absoluto a la muerte y la condenación de mi alma lidiaba en buena justa contra una melancólica alegría por conocer a mí progenitor. El espectro no apartaba la mirada de mis ojos y no era una tranquila mirada de reconocimiento, sino de furia creciente. —¡He dicho que corras!

La prudencia y el miedo se impusieron y me lancé hacia la puerta, pero el fantasma apareció de la nada ante la salida con su arma en alto, a punto de descargar un golpe fatal sobre mí cabeza. Desee que su sable fuera tan gaseoso como aparentaba.

Mi protector volvió a agarrarme de la camisa y noté cómo me arrastraba hacia atrás justo a tiempo para evitar el tajazo, que golpeó el marco de la puerta arrancando algunas esquirlas de metal. No era gaseoso.

—Darelken, espectro del Corsario, retorna a tu merecido descanso y déjanos marchar. Tu lugar no está entre los vivos y no tenemos nada contra ti. —Era la frase más larga que Imrothel nunca dijera antes. Aunque había usado el oestron (el idioma común), la expresión del corsario me dio a entender que le había entendido, pese a que le contestó de nuevo en su lengua natal:

—¡Ah! Pero yo sí tengo algo contra vosotros, allanadores, usurpadores... ¡Nadie se irá de aquí con vida! —El nuevo sesgo del espíritu se dirigió hacia mi amigo que intentó desviarla con su mandoble de forma instintiva... pero ahora el filo esmeralda carecía de solidez y lo traspasó como si no existiera. Pese a ello, sí hirió al explorador cuando le rozó el brazo.

—¡Imrothel, cuidado! —A decir verdad, no vi herida ni sangre en su piel, pero la expresión de intenso dolor en la cara del montaraz no dejaba lugar a dudas sobre la letalidad del espectro. —Por favor, no —pedí con un hilo de voz, pero mi ruego no hizo mella y Darelken arremetió de nuevo contra mi guardián.

El montaraz clamó algo en élfico y la runa de su espadón brilló tenuemente permitiéndole detener el sable enemigo. De una pasada oblicua sesgó parte de la chaqueta fantasmal del capitán.

—Tú... —El espectro miró con incredulidad el tajo de su chaleco y asintió con respeto. —Serás un digno rival. —Se llevó el arma de forma vertical ante el rostro y, tras el saludo, cargó de nuevo contra él.

—¡La antorcha! —ordenó mi protector, y se la lancé sin pensar. Tras asirla, comenzó a girar ante el fantasma sosteniendo la llama en una mano y el espadón fulgurante en la otra. Quizá no podía sostener bien el mandoble de esa guisa, pero el espíritu esquivó el fuego como si lo temiera y luego desvió la espada con la suya. Aún teníamos una oportunidad.

Legado de PirateríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora