2.2.- Sentio, ergo sum

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Pasaron los meses, y la demonesa se guareció en aquella vieja cabaña en medio del bosque, oculta entre el follaje frondoso y salvaje. Jamás el tiempo había sucedido tan lento ni tan pesado. Los ciudadanos de Veteris comenzaban a desfallecer, los demonios a flaquear y las bajas en el ejército real eran notorias. No había un ganador claro, y todos comenzaban a consumirse bajo el yugo del esfuerzo, la muerte y el hambre.
Finalmente, el monarca exigió una asamblea urgente con el consejo real, en compañía del Spéculo, y en cuestión de duras semanas de decisiones complicadas y calculadas al detalle, el monarca hizo anunciar en la capital del país la aprobación del nuevo decreto.

Un hombre de lo más extravagante y pomposo ascendía hacia la palestra de la plaza principal. Las exageradas plumas blancas del aterciopelado bonete púrpura rebotaban a cada paso, y con aires resabidos y altaneros anunció así:

«En nombre del rey Vice Truman III de Veteris, se comunica el comienzo de una nueva etapa sobre el pasado hostigador de este buen país. Los tiempos de caza que apelan al nombre de "Cruzadas" terminan hoy, con el fin de crear una nueva comunidad de libertad y fraternidad, en la que cualquier criatura, humana o no humana, pueda habitar. Todo esto en condición de cumplir las leyes y hacer uso de sus derechos, al igual que proteger su nuevo hogar de los indeseables, humanos o no».

No se hicieron esperar los murmullos, los miedos y quejas por parte del pópulum. El pueblo se retorcía indeciso, temeroso de la proximidad de un horrible futuro que se acercaba con inminencia. Como un virus, el miedo se hizo rechazo, y el rechazo mutó a la rabia como una enfermedad contagiosa. Esto no frenó al enviado real, que prosiguió en su anunciado a sabiendas de que nadie había digerido ni la primera letra de lo que acababa de pronunciar.

«Pueblo de Veteris, por la presente, yo, el rey Vice Truman III , autorizo la libre circulación de seres sobrenaturales con el fin de ultimar esta guerra pírrica tan destructiva para ambas partes. Una guerra que, lejos de terminar, no resultará en más que la destrucción mútua. »

Gritos de protesta e ira inundaron el aire en un ambiente venenoso, y a pesar de que su rey se mostraba sereno y satisfecho desde el balcón principal de su castillo, la tensión se palpaba entre los gobernados. No muy lejos, figuras humanas se dibujaron enseguida entre las tierras que se vislumbraban tras los tramos de murallas derruidas.
Estaban perdidos, el miedo hacía mella en el espíritu del pueblo; miedo hacia lo desconocido, hacia lo diferente. Miedo por verse paralizado ante el enemigo. Y esto afectó también a buena parte, del ejército que aún quedaba en pie.

—Vice... ¿estáis seguro de esto? —inquirió la reina con voz temblorosa.

—Sibila, ¿acaso no estábais de acuerdo con esto? Creo recordar que, incluso, está a vuestro favor —El rey permaneció con la vista al frente, acariando con el pulgar la mano que su esposa había ayoyado en su hombro.

—Lo se, pero también soy consciente de que no va a ser tan sencillo como vos creéis, cariño.

El rey se volvió hacia ella en una mirada directa. Sus ojos heterocromáticos analizaron a la de facciones finas y delicadas, y ambos cayeron en una sincronía que los alejaba de las dificultades presentes.

—Si hubiera seguido preocupado por las opiniones que los demás mantienen sobre mí, ahora mismo ni yo estaría vivo ni vos estaríais aquí. Menos aún como reina. Recordad nuestro compromiso —Sonrió el hombre de aspecto bonachón—. No lo aprobó nadie hasta que amenacé con destruir el régimen con mis propias manos. Todo por el amor de una extraña.

—Siempre tan radical, mi rey — rió la rubia ceniza de ojos claros —. ¡Si es que no tenéis remedio! —finalizó besándolo en la mejilla. Sibila volvió a mirar al frente y, aunque en menor medida, su rostro se tiñó de preocupación— Espero que esto funcione...

Nepharikuma: Todos hemos estado en la luz alguna vez ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora