Aly despertó aquel día nerviosa, pensando en lo que se la venía encima y sin tener las cosas claras.
No la dió tiempo a levantarse cuando un montón de damas ordenando el cuarto, con vestidos, flores y todo tipo de cosas de belleza irrumpieron en su habitación.
—Buenos días, princesa —saludó una de las damas—, ¿lista para el compromiso?
—Eso desearía —susurró Aly con una sonrisa.
—Se la ve tranquila, princesa —se unió otra dama a la conversación—. Va a ser una reina excelente.
Aly se dejaba peinar, vestir y acicalar por sus damas mientras le daba vueltas al matrimonio que iba a contraer en pocas horas con el hijo de Odín, Thor. Se conocían desde niños y el rubio siempre le había mostrado su amor. Aly quiso intentar algo con él, pero no salió como ella esperaba. Thor la pidió matrimonio, a lo que ella no podía decir que no.
Thor era un hombre excelente, atractivo y rey. No hay ningún problema en estar con semejante dios. El problema viene cuando Aly descubrió que su amor le pertenecía al hermano de su prometido, Loki. Luchaba contra ese sentimiento día tras día, intentando convencerse de que era una fantasía que su cerebro había creado, intentando amar a Thor más de lo que amaba a Loki. Nada hacía resultado, el dios del engaño seguía en su cabeza y corazón.
Decidió resignarse, vivir con ese sentimiento y casarse con el rubio. ¿Qué más podía hacer? Dejar al legítimo rey de Asgard plantado en el altar por su hermano adoptado sería motivo de prisión. Aún a punto de ser de la realeza tenía pavor de que algo malo pudiera pasarle.
Después de que sus damas la preparasen con un maquillaje muy simple, un recogido bajo que resaltaba su cabello castaño y los reflejos rubios que se hacían notar en las puntas y un bonito detalle dorado, se dispuso a vestirse. El vestido de novia era realmente precioso. Se lo dió su difunta madre, era con el que ella se casó y tenía pensado utilizarlo.
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Tras mirarse unas cuantas veces al espejo, decidió salir a los grandes jardines del palacio, pues necesitaba aire. Intentó no ser vista y fue rápida y con sigilo, tratando de que sus grandes tacones resonaran lo menos posible.
Llegó al acantilado al que siempre iba a despejarse y pensar, rodeado de flores silvestres, un naranjo y una roca que utilizaba para sentarse. Esta vez, se quedó de pie, observando el horizonte. No pensaba en nada, sólo en lo bonito que se veía el mundo desde ahí arriba. De un instante a otro, sintió una presencia a su lado derecho. Al girar la cabeza, su corazón dio un vuelco y sus mejillas se pusieron rojas.
