Prólogo

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El frío de la noche se colaba por la ventana alta del cuarto de un joven de ojos amatistas, el cual con sus piernas pegadas al pecho mordisqueaba la goma de un lápiz.
La expresión de cansancio mezclado con estrés reinaba en su rostro. Meditando que era lo mejor soltó un suspiro, bajó de la silla y se tiró a su cama después de haber apagado la luz.

—Al carajo, que Ra se joda... —soltó en un susurro, fastidiado de estudiar tanto.

El penúltimo año de preparatoria le estaba siendo difícil pero sabía que si no dormía le iba a ir peor en la prueba del día siguiente.
Se acomodó entre las cobijas y rezó internamente porque al día siguiente se le pegara más información sobre el antiguo Egipto.
Yugi no tardó en caer en los brazos de Morfeo y dar paso a un sueño extremadamente raro.
Estaba parado en algún lugar que parecía ser totalmente el cielo. Y no el cielo de cuando mueres, no, sino como aquellas fotos que ganan los premios Pulitzer, dónde el cielo se refleja en un espejo fino de agua.
No tenía control alguno de su cuerpo y un silencio sepulcral aturdía totalmente su mente. Intentó pellizcarse para salir de aquel infierno silencioso pero fue en vano. Parpadeó descubriendo que era lo único que podía hacer. Volvió a hacerlo y esta vez su escenario cambió a un mercado viejo donde un montón de personas iban y venían con muchas cosas.
Ahora el ruido era bastante, desde el relinchar de un caballo hasta un vendedor diciendo algo en un idioma que no entendió. Su presencia era totalmente invisible en el lugar.
Nuevamente parpadeó deseando volver a su cuarto, sin embargo al abrir los ojos estaba en un lugar de techos altos hechos de piedra.
Movió el cuello por impulso y se dió cuenta que volvía a tener control sobre sí mismo. Caminó derecho hasta toparse con un balcón en donde un chico más grande que él pero excesivamente parecido estaba de espaldas, mirando el cielo estrellado.
El paisaje de la bóveda celeste era asombroso, dejando a Yugi anonadado.
Cuando el chico enfrente suyo dio la vuelta él brincó por la acción. La piel canela y ojos carmines le daban un aire hipnotizante. El ojiamatista creyó que lo observaba pero desechó la idea cuando una voz igual a la suya resonó a sus espaldas.

—Atem ¿Estás bien?

El chico de piel morena caminó hacia quien fuese que se encontraba detrás de Yugi.
Al querer voltear una sensación de caída le envolvió el cuerpo, como cuando te despiertas de un salto, solamente que ahora el cielo volvía a ser azul y la caída no se detenía.
“¿¡Qué está pasando!?” se repetía mentalmente el chico, con los ojos cerrados, intentando salir de su sueño.
Súbitamente su cuerpo se encontró recostado en una superficie extraña, como si fuese tierra pero más suave. Abrió los ojos y unos rayos potentes de sol le cegaron, haciéndole poner una mano sobre su cara para tapar la molestia que le causó.
Gruñó irguiéndose, al recargar su mano en el suelo sus ojos se abrieron como platos.
¿Arena? ¿Qué hacía él en un lugar con arena que definitivamente no era de playa?
Se levantó en menos de lo que cantó un gallo, volteando en todas direcciones dándose cuenta que solamente había dunas de arena a su alrededor. Gotas de sudor decoraban su rostro lleno de preocupación. Debía ser un sueño, no iba a quedarse atrapado como mosca en telaraña, seguramente era uno de esos sueños muy, muy reales. Sacudió la cabeza, se pellizcó, se abofeteo y hasta corrió tropezándose con sus propios pies.
Tomó puñados de arena entre sus manos intentando negar la realeza de su situación.
Un grito se perdió entre la nada. La desesperación había brotado de su ser como si de una cascada se tratase.

—No, no, no puede ser, ¿¡dónde estoy!? —tomando su cabeza entre sus manos caminó sin rumbo fijo.

Con prisa subió una de las dunas más grandes, dándose cuenta de que a lo lejos se podía observar una civilización que parecía un punto en el horizonte. Al ojiamatista le calmó un poco saber que no estaba solo y no iba a morirse de calor o sed en un lugar extraño, si es que llegaba cuanto antes a ese pueblo aún desconocido.
Su destino ahora era aquel lugar que podría ser su salvación. Tal vez le tomaría un día o dos caminar hasta allá.
No iba a morir, no quería morir, Yugi Mutou estaba decidido a sacar su idiota y adolescente trasero de aquel desierto lo más pronto posible.

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