El efecto vampírico - Comedia (Parte 2)

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Kiko por poco fue víctima de un paro cardiaco al darse cuenta de la escena. Con lentitud salió de la cama para no despertar a las mujeres y se vistió con rapidez procurando no hacer ruidos. Al salir del hotel ya eran las once y media de la mañana, lo que significaba que había perdido un día de trabajo. Eso le iba a causar serios problemas con su jefe... y con su madre.

El intensó sol le molestó la vista y lo obligó a resguardarse entre las sombras. La cabeza estaba a punto de estallarle y el estómago se le revolvía como si fuera una lavadora en ciclo rápido. No podía ir a su casa, si su madre lo pillaba con aquella facha como mínimo lo eliminaría de su testamento. Un Zamora nunca podía abusar de la bebida. Eso era pecado.

Así que se dirigió a la casa de su Martica y tocó con insistencia la puerta. A los pocos minutos una mujer regordeta, vestida con un pijama de pantalón salpicado de caballos descoloridos, con los cabellos rojos hechos una maraña en la cabeza y las pecas inundándole el rostro, lo recibió con cara de pocos amigos.

—¿El hidalgo Zamora se dignó visitarme?

—Necesito tu ayuda.

Martica lo miró de pies a cabeza con repulsión, luego lo dejó entrar en su casa. Kiko estaba nervioso y enfermo. Comenzaba a ser consciente de lo que había hecho.

La mujer se paró firme en medio de la sala y cruzó los brazos en el pecho mientras le dirigía una dura mirada.

—¿Qué hiciste ahora?

—Si mi madre me encuentra con estas fachas me corre de la casa.

—Quizás eso ayude a que madures.

Kiko comenzó a caminar nervioso por la sala, frente a la mirada incrédula de Martica.

—¿Qué pasó en tu cita? —consultó la mujer al recordar ese detalle.

El hombre iba a responderle, pero quedó con la boca abierta. Se dio cuenta de que no tenía nada qué decir. No tenía la más mínima idea de cómo había llegado a un cuarto de hotel con cuatro exuberantes bellezas.

—¿Qué tienes en la boca? —La preguntó de Martica lo desconcertó.

Ella se acercó evaluándolo con curiosidad, pero antes de que lo tocara, Kiko indagó con rapidez en su boca para detectar lo que había llamado la atención de la mujer, pinchándose con unos colmillos afilados.

Entró en pánico. Aquellos dientes no los tenía la noche anterior.

Sorprendida, Martica le tomó con brusquedad el rostro y lo revisó con detenimiento.

—¿Qué hiciste, tonto? ¿Te pusiste colmillos de vampiro?

Kiko sintió que su corazón palpitaba con fuerza. Se acercó a un espejo pudiendo apreciar la misma figura enclenque que lo caracterizaba de niño, de rostro debilucho y con todos sus dientes apresados con hierros. Lo único diferente en su apariencia eran los colmillos, tan filosos e intimidantes como los de un animal salvaje.

—Esto debe ser una broma de mal gusto —aseguró nervioso—. Los vampiros son hermosos y no pueden reflejarse en el espejo ni salir cuando hay sol. Yo no cumplo con ninguna de esas condiciones.

Martica se carcajeó con diversión.

—Cómo voy a disfrutar cuando Gertrudis Zamora se entere que su santo hijo se transformó en criatura demoniaca.

La idea de que su madre en algún momento supiera de la excesiva parranda que había tenido el día anterior, de su noche de lujuria con cuatro hermanas y de su nuevo estado demoniaco lo alarmaba. Su madre iba a llevarlo con el cura de la familia para este le realizara un exorcismo doble, con una buena dosis de flagelación incluida.

—¡No! Mi madre no puede enterarse de nada. Tienes que ayudarme, necesito darme un baño y tomar algo que me quite el olor a cerveza... Además, necesito arrancarme estos dientes.

Kiko hizo fuerza para extirparse uno de los colmillos, pero lo único que consiguió fue producirse dolor. Martica se reía sin parar.

—Ve a darte un baño, que yo me comunicaré con el Cobra. Él te ayudará con el tema de los dientes.

Un estremecimiento sacudió a Kiko. El Cobra era un hombre sin compasión, de dos metros de alto y doscientos kilos de peso, y aunque poseía más cuerpo que cerebro, era muy hábil con la herramientas. Nada se le resistía.

Cumplió con lo que Martica le había ordenado y minutos después se dirigía a la casa de Cobra acompañado por la mujer y cubierto por una chaqueta con capucha y lentes oscuros. El brillo del sol le molestaba los ojos y el calor le hacía arder la piel.

A medio camino, Martica se detuvo en un kiosco para comprar algo con qué calmar su glotonería. Kiko la esperaba ansioso, asustado por lo que debía enfrentar tanto en casa como en el trabajo. Sus temores aumentaron al ver al extraño hombre que lo llamaba oculto entre las sombras. Era un sujeto de una belleza radiante, de cuerpo varonil y sonrisa arrebatadora, que estaba vestido igual que él, ocultando su cuerpo del sol.

Kiko se acercó con precaución, con el corazón palpitándole en la garganta.

—Dígame.

—Debes volver conmigo lo más pronto posible.

—¿A dónde? ¿Quién eres?

—Un amigo de Idolatra.

—¿Idolatra?

—La rubia con la que estuviste anoche, imbécil.

Kiko retrocedió con un desagradable estremecimiento recorriéndole la piel. Martica comenzó a llamarlo fastidiada para reiniciar su camino, sosteniendo en la mano una gran bolsa de chuches.

—Tengo que irme.

—Si no regresas antes del anochecer, ella vendrá a buscarte y eliminará a tu estúpida novia.

Con el terror erizándole la piel, Kiko retrocedió un poco más.

—Nunca podrá encontrarnos —respondió atemorizado.

—Puede olfatear tu sangre, idiota. Anoche bebió bastante de ti.

Nervioso, intentó alejarse, pero la curiosidad era más fuerte. Necesitaba entender algunas cosas.

—¿Por qué ella no vino a buscarme en persona?

—Porque a los vampiros más viejos los mata el sol.

—¿A los nuevos no?

—Claro que sí, idiota.

Kiko se estaba cansando de que se burlaran de él. Podía soportar las bromas de Martica, pero no las de ese extraño.

—Pues a mí no me hace nada, entonces no soy ningún vampiro. Por tanto, ella no bebió ni una gota de mi sangre y no tengo porque ir a su encuentro.

El hombre se carcajeó con sonoridad, enfureciéndolo.

—El vampirismo saca a relucir lo peor de nosotros, pero eres demasiado idiota para tener algo malo dentro de ti.

—Deja de llamarme idiota —se quejó Kiko con severidad, sintiéndose invadido por una furia desconocida que hasta a él mismo lo intimidaba.

—No sé qué vio Idolatra en ti. Eres desabrido, idiota y poco inteligente. Pero ella te quiere y si no vas a su encuentro, es capaz de destruir la ciudad entera hasta que vuelvas a sus brazos.

A Kiko casi se le salieron los ojos de sus órbitas. Nunca en su vida alguien se había interesado en él, ni siquiera su Martica, y ahora había una vampira letal amenazando a toda una ciudad solo para tenerlo.

No pudo seguir analizando su situación por los gritos desesperados de su amada, que resonaban en toda la calle. Kiko no sabía a quién temer más, si a la vampiresa asesina o a su novia.

Corrió a su lado mientras ignoraba las risas burlonas del hombre. Debía seguir su camino a la casa de Cobra para intentar enmendar un poco sus errores.

Continuará...

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