Hija de la tierra - Mitología

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Por muchos años participé en el grupo literario ADICTOS A LA ESCRITURA quienes mensualmente proponían ejercicios para la elaboración de relatos que luego eran comentados entre todos los integrantes. Uno de ellos consistía en realizar una historia en base a un fragmento tomado de un libro antiguo, en esa ocasión se trató de la Teología de Hesíodo.


Comencemos por celebrar las musas que el padre Zeus, cantando, regocijan el alma grande en el Olimpo, morada de los Inmortales.

Elevando su voz sagrada, celebran primero la raza de los Dioses venerables a quienes, en su origen, engendraron Gea y el anchuroso Urano; porque de estos nacieron los Dioses, manantial de bienes.

La Teogonía de Hesíodo (siglo VII a. C.)


Relato: LA HIJA DE LA TIERRA.

Corrían los años en que la vida estaba provista de una gran fecundidad, cuando el cielo era de un azul profundo y la tierra estaba poblada de grandes riquezas. Era la época en que a los dioses se les permitía rondar en libertad entre los humanos, vivir y compartir con ellos.

En esos tiempos, Gea, la diosa de la tierra, caminaba desolada por los dorados campos de trigo llorando su pena. Estaba cansada de tantas traiciones y de los malos amores asentados en su vida. Quería ser amada, ansiaba conocer la ternura y la entrega sin desviadas pretensiones.

Le hastiaba ver pasar a los dioses por su cama, pero no por su corazón. Por eso, decidió bajar a la tierra en busca de un amor verdadero.

Al llegar a los pastizales se tropezó con Cicerón, un joven pastor de ojos color esmeralda y piel dorada, poseedor de la sonrisa más dulce y encantadora de toda la región. El joven conquistó rápidamente su corazón y ella se adueñó con facilidad de su vida y de su alma. Los amantes se mantuvieron unidos por algunos años, hasta que Urano, cargado de celos, arremetió contra el joven y le quitó la vida.

Gea lloró su pérdida oculta en las montañas de las Fócidas, escondiendo de los dioses su embarazo. A los pocos meses engendró a una hermosa niña, de cabellos de oro, ojos color esmeralda y piel blanca como la nieve.

Su belleza era mítica, pero no su vulnerabilidad. Gea sabía que si Urano conocía su existencia la utilizaría para bajos fines y se vengaría aún más por su traición. Por eso, la encerró en una cápsula de cristal y la sumió en un sueño eterno, atesorando el fruto de su amor en las entrañas más profundas y perdidas de la tierra. En un lugar que ningún dios del Olimpo o humano pudiera alcanzar, hasta que llegara el día en que ella fuera sacada de aquel sopor y se le concediera el lugar que se merecía al ser la hija de una de las deidades más poderosas y antiguas del Olimpo.

Cientos de años después, Jhon Guerra caminaba sofocado por la imponente selva brasileña. Se mantenía algo rezagado de su pequeño grupo de exploradores, pero su loable tarea requería toda su atención. Se adentraba en un área inexplorada de la selva y no existían mapas que señalaran los caminos de aquel lugar. Si alguien no se ocupaba en anotar todas las características de la indómita zona que atravesaban en un diario, jamás sabrían como regresar.

Se encontraba muy concentrado en su escritura cuando tropezó con una roca y cayó de bruces al suelo. Molesto, se levantó y sacudió la tierra y las hojas que se habían adherido a su ropa, luego se encargó de recuperar sus gafas, su diario y su lápiz. Se giró furioso hacia el elemento causante de su caída, para insultarlo como era debido, pero quedó impactado al descubrir un objeto exuberante.

Semienterrado en la tierra se hallaba una roca cristalina que brillaba gracias a la luz de los tenues rayos del sol que lograban atravesar la tupida vegetación. Jhon se acercó con lentitud a él mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz, para apreciar mejor su increíble hallazgo.

Quedó como atontado al percatarse que bajo el cristal se apreciaba la imagen de una hermosa mujer, de piel pálida y de resplandecientes cabellos dorados. Sintió una extraña corriente agitarse con intensidad en su estómago, produciéndole estremecimientos y erizándole toda la piel.

Poco a poco fue apartando la tierra con las manos descubriendo la inmensa capsula de cristal donde ella estaba encerrara. No sabía qué hacer, aquel objeto era inusual y sentía miedo por la seguridad de la dama, sentimiento que lo desconcertaba.

Con rapidez volvió a tapar la capsula, colocando sobre ella hojas y ramas, luego anotó en su diario cada detalle de aquel lugar.

Volvería por la mujer, de eso estaba seguro, pero tenía que encontrar ayuda especializada.

Continuó su camino algo inconforme, no quería abandonarla, pero no podía sacarla de su encierro sin mayores conocimientos. Sentía que cualquier error podría lastimarla y no deseaba causarle ningún daño. No permitiría que nada ni nadie la hicieran sufrir...

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