Aquella era su rutina de lunes a viernes. Al salir de la Universidad, luego de su última clase del día, la que la dejaba exhausta tanto como mental, como físicamente, la castaña salía de su gran salón de clases con su libro entre sus brazos, su bolso colgado en su hombro y sus compañeros siguiéndola. Tenía amigos en la mayoría de sus clases, unos cuantos con los cuales reía un poco. Pero todos ellos sabían de su “pequeña tradición” al terminar las clases, aunque a veces le preguntaban de acompañarlos al cine, o a comer algo.
Aquella tarde ella bajó con prisa los escalones, su mirada fija en el cielo gris sobre su cabeza. Las nubes lo cubrían por completo, haciéndolo ver más macabro de lo que ya parecía. Era bastante obvio de que en cualquier momento comenzaría llover, por lo cual caminó con más prisa, y cruzó la calle, luego de que la luz amarilla semáforo pasara a roja. Caminó tan solo unos cuatro metros antes de llegar a las puertas de aquel café que ya tanto conocía. El aroma a chocolate caliente, mezclado con café invadió sus fosas nasales, provocando que ella cerrara sus ojos para inhalar hondo, disfrutando del aroma. Cuando los abrió, detrás del mostrador, una mujer con una amable sonrisa la miraba.
—Buenos días, Janet, ¿Qué vas a querer hoy? —le preguntó con dulzura en su voz.
Después de todo, la muchacha era un cliente regular a la cual le había ganado algo de cariño.
—Lo de siempre, Joanne, por favor—le pidió ella, buscando en su cartera el dinero para pagarlo.
La mujer alta y esbelta con el fuerte acento francés al hablar asintió, antes de darse la vuelta y tomar una taza blanca alta y servir en ella té de limón, el favorito de Jo. Lo colocó en el mostrador y tomó una pequeña bolsa de papel, de un color rosa pastel en donde había dos grandes galletas de naranja dentro. Antes de tomar su orden usual, Janet le pagó, con un “gracias”, para luego darse la vuelta e ir y sentarse en la mesa que ella secretamente declaraba como suya. Estaba junto a una de las ventanas, y daba justo hacia la institución de en frente. Ese lugar le resultaba más favorable ya que, la razón por la cual frecuentaba ese bar era para esperar a su mejor amiga, que salía de clases una hora después de ella. Mientras la esperaba siempre utilizaba el tiempo para hacer informes, estudiar, o a veces simplemente navegar en la red.
Por lo usual, el café cada día estaba lleno de otros adultos jóvenes que iban a allí para relajarse un rato luego de sus cansadoras lecciones, pero no ese día. Ella intuyó que se debía al mal tiempo que uno podía detectar solamente asomándose hacia la calle. En el lugar había: un anciano, a tres mesas detrás de la suya, bebiendo un café y leyendo el periódico, una mujer con su computadora, aprovechando el internet gratis del sitio y tecleando rápidamente en su máquina, y… él. “El muchacho de los bonitos ojos avellana”, como a ella le gustaba llamarlo. Siempre se sentaba en la mesa justo en frente de la suya, del lado en el que pudiera estar mirándola fácilmente, al igual que ella a él. Nunca habían compartido más que miradas y sonrisas divertidas, amables, y a veces algo cansadas. No sabía cuándo se iba él del lugar, tampoco porque lo frecuentaba al mismo horario que ella. Lo único que sabía de él era su nombre, Ashton. Compartían la clase de neuroanatomía del profesor Rothfuss, y sin importar cuantas ganas ambos tenían de hablarse, nunca lo habían hecho. Pero él decidió que no esperaría más.
Ella notó que había algo diferente en él ese día. Llevaba unas gafas de marco negro que ella rara vez le había visto usar, y no apartaba sus ojos de ella. Por lo general, cuando ella sentía una leve incomodidad lo miraba, para sorprenderlo mirándola, pero él miraba hacia otro lado al instante, con cierta timidez. Lo mismo que hacia ella. Pero no ese día, ese día Ashton parecía estar demasiado seguro de sí mismo, con una media sonrisa en su rostro. Ella no pudo no devolverle la sonrisa, pero al recordar que tenía que estudiar para un examen, aunque sabía que no lograría concentrarse mucho con él viéndola.