Presentación III

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- No tardaré nada, pequeña -dijo su padre a punto de echar para atrás la manija del automóvil-. La aseguradora si no me sigue a mí, tendré que seguirles yo a ellos.

- Bien. Yo te esperaré en el auto.

Luego de unos diez minutos viajando en el coche de su padre, Eli se sentía ya un poco más estable. La piel de su joven rostro se hallaba algo rasguñada por haber restregado caprichosamente sus lágrimas. Su corazón, su amor por su hermana, estaba dañado.

El padre exhala, a continuación dice:

- Estoy haciendo un trámite... y no son de esos trámites para nuevas y desconocidas tarjetas de créditos que te ofrecen los bancos para que estés bajo su pluma.

Elizabeth ríe, alegrando aquellos ojos castaños parecidos, muy idénticos y bellos a los de su padre.

- Mira, a unas dos cuadras está el profesorado al que vas, ¿por qué no te pasas por Starbucks y te tomas algo, eh? -el padre saca de su billetera unos cuantos billetes- No es buena combinación el estómago vacío con un rostro vacío -estira todo su cuerpo hasta el de ella, tendiéndole el abanico de billetes.

Un poco agotada, acepta. Desciende del coche y camina arrastrando los pies, bastante mal. Trata de reanimarse en el camino, puesto que el día está bellamente ilustrado; el paisaje primaveral. Una tarde ventosa para que el sol anduviera reconfortando cada esquina de la ciudad. Tal ilusión escénica -gente paseando en el otoño, plantas secas por las veredas, expresiones dulces y hogareñas- que uno sentiría estar dentro de una obra de Monet.

Por primera vez, entra al local tan reputado mundialmente a la luz del día. Se da cuenta que los empleados son otros, como debía ser. Le atiende un muchacho bastante alto de mirada fruncida, pero respetuosa con la clientela, fuera de eso, cualquiera intuiría que es el típico histérico.

- Sólo un -achica sus ojos al momento en que acerca su vista al cartel de bebidas-... frapuccino en base de crema.

Paga al momento la orden y decide aguardar en la barra. Su vista se concentra en una mujer bastante madura ya, y con un exceso de maquillaje para un arrugado rostro. Teñida de rubia, con un prolijo peinado en alto, acorde a su reluciente blazer. Elizabeth ve en ella al culpable de su degradación física: el tiempo mismo. Y entonces... ¿cuál es el culpable para que el rostro joven de Eli esté tan fatigado? La vida, entendió.

Como el local parece concurrido y bullicioso, opta en salirse. Una pareja atraviesa la estrecha puerta de vidrio, por lo que Eli inventa maniobras y saltitos para desplazarse en los montones de filas. Y en uno de sus pasos en zigzag, choca contra brazo derecho de la mujer rubia de aparentemente cincuenta años.

- Discúlpeme -la decrépita mujer le levanta la ceja, inspeccionándola de pies a cabeza con un gesto del desagrado.

Elizabeth no sabe cómo responder ante aquella expresión carente de disimulo.

Abre con salvajismo la puerta de vidrio y sale expulsada de allí. Sin cerrar, dejando que el viento entrara al local. Elizabeth sale deshecha por la mirada altanera y arrogante de la vieja esa. Intenta no llorar. Está muy herida, muy vulnerable. Lo bastante como para no precaverse.

Camina a paso lento, volviendo al coche de su padre. Mil veces, prefiere esperarlo dentro que afuera. No reconociendo la tipo de gente que vaga en las calles: repulsivas, soberbias, peligrosas y extrañas.

Cruza la calle con lentitud y seguridad, dejando a pasar los autos que están lejos de ella. No tiene apuro. La luz del sol aún persiste, a su favor. Al llegar a la próxima cuadra, a mitad se recorta. A mitad de cuadra se topa con un estrecho callejón bien iluminado. Es de día, no teme.

Libertino XXI (Nouvelle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora