Tu sinceridad

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Elizabeth deja yacer todo el peso de su cuerpo en los cómodos sillones de cuerina.

—   Perdón por haberme tardado tanto, Army. Discutí con alguien en el camino —frunce y arruga todo su rostro en muestra de disgusto y desdicha.

—    ¿Fue serio? —pregunta él junto a un suspiro fuerte, eran como pasadas de las once de la noche, miércoles. Se acomoda en su asiento.

—    Un poco. Con mi hermana mayor —se encorva de hombros—, ¿te conté de ella, no?

—    Sí. “La hermana histérica”, eso ya me lo contaste.

Ella ríe, desprendiendo una energía que la reviven, la misma que hace sentir en casa a Armando. Él sólo le sonríe hogareñamente.

—    Yo la quiero, pero es que es tan…

Mientras ella busca un nuevo adjetivo calificativo, tales semejantes a los de “egoísta”, “resentida”, “impulsiva”, “hipócrita”, Armando la detiene levantando toda su palma derecha. Le dice:

—    ¿Y quién dice que ambas no llegarían a ser iguales? —se reajusta en su sillón individual, irguiendo la espalda— A parte, el tema del resentimiento es tan… inservible y odioso. Casi en toda mi vida repudié a alguien. A muchos los habré insultado, maldecido, arrojado cualquier maldad, lo que sea, y hoy en día, te puedo decir que me olvidé de cada sentimiento, de sus rostros, de todo. La verdad no me importa.

—    O sea, ¿perdonas…?

—    Una cosa es perdonar, otra cosa es dejarse convencer; y otra es fijar atención en temas relevantes y seguir la vida sin pesas —corre su envase a un lado, ya vacío—. Yo me identifico con la última.

—    Pero, ¿no es como ser… tan poco firme?

—    Cuando uno está realmente enfadado con alguien, debe deshacerse de aquel odio al instante, no en el “momento oportuno”, eso ya sería un plazo. Si alguien te insulta, le respondes de igual o peor manera, nunca hay que guardarse nada. ¿Vivir una vida resintiendo o disfrutándola?

—    Sí, es verdad. Es verdad… —dice en un lejano suspiro.

Armando se la queda mirando, pensativo, supone que sus filosofía fueron bastante revolucionarias a los modos de acción de la joven, por lo que le hace entender con sentido y lógica.

—    A tu edad, por poco caía preso. Resulta que mi primo me había acusado por hurto. Me salvé por falta de evidencias. Apenas salí de la retención, fui a la casa de él y me lo cargué, le hice frente. Y no sólo eso, le hice quedar mal ante todos. Una venganza muy primitiva, ¿no? Conseguí un empleo y me mudé con mi madre cerca de Las Habanas. Me olvidé de lo sucedido, me puse de novio por primera vez, llevaba de vez en cuando a mi madre a pasear, etcétera, etcétera. Me olvidé de aquel enojo, de haber sido mal juzgado, de haber sido traicionado por un familiar, me olvidé. ¿Sabes por qué? Porque la bronca, la ira que sentí, me la saqué de encima cuando me encaré, cara a cara, con él. A partir de ahí, pasé a la otra página. Ahora, ya me salteé varias páginas, mientras que mi primo sigue en la misma. Resintiendo.

Elizabeth no pudo evitar sonrojarse por su habilidad en la comunicación. Sus movimientos elocuentes, sus gestos precisos para cada palabra. Armando tenía más historia de lo que ella suponía. Eli, realmente cayó fascinada en sus expresiones maduras, y hasta sabias. Su mirada adulta e inteligente. Pronto entendió que se trataba de un hombre bastante atractivo, e insufriblemente magnético.

—    ¿Será posible que tengas las respuestas a mis dudas? —pregunta inocente, ella.

Armando, por un instante, se ablandó ante aquella pregunta tan dulce, tan cómoda, a su gusto. Él esboza una sonrisa gentil.

—    Sólo soy una persona, Eli.

—    Una persona que parece haber pasado por muchas cosas. Cosas feas —enfatiza en lo último.

—    ¿Y quién no pasa por cosas feas?

Poco tiempo después, ve en las aceras de las calles cercanas al local, un taxi aparcarse. Su madre. Elizabeth empieza a recoger su bolso y utensilios de estudio esparcidos en la mesa cuadrilátera.

—    Ya me vinieron a buscar —dice apurada.

—    Ya lo veo.

Levanta su mirada para observar el gesto serio de Armando, deduce que está algo cansado de la actitud inmadura que tiene Eli con respecto a esto.

—    Ya sé, ya sé. Perdón. Es que… mis padres me harían millones de preguntas de por qué hablo con un hombre mucho mayor.

—    ¡No soy tan viejo! —él ríe.

—    ¡Siempre te denominas como un viejo! —ella lo acompaña.

La ayuda a guardar sus fotocopias hasta su bolso, diciéndole de paso:

—    Te entiendo. No mucho, pero trato de entenderte.

—    Gracias, Army.

Decididamente, ella se tiende hacia él abrazándolo fuertemente, dejando colgar sus brazos en los alrededores de  su corto cuello. La contextura de Armando es maciza, burda, los hombros anchos de naturaleza, un cuerpo que debe de tener tantas historias. Y por  este motivo, ella lo abraza más fuerte, más íntimamente.

—    No tengo muchos amigos, Army —le confiesa, finalmente. No quiere dejar de abrazarlo, de sentir su calidez en su pecho—. No sé si soy yo, o son ellos. Siempre me gustó la soledad, hasta que me harté.

Y de pronto siente una tormenta de vibraciones y suspiros dentro de ella cuando él le acaricia su cabello, consintiéndola. Se aleja, se hace tarde.

—    ¿Un poco cursi? Perdón, quise ser sincera.

—    Y no lo menosprecio —le contesta él—. Me gusta tu sinceridad, capaz ahora no lo sepas verdaderamente, y capaz no debería decírtelo, pero tu única virtud, que la estás desarrollando, es la sinceridad. No la abandones.

Elizabeth se siente muy tonta, debido a que sus ojos se pusieron casi vidriosos, a punto de llorar por lo que había dicho su amigo. Se vuelve a acercar hasta él, para besarlo en su mandíbula, pero esta vez con mucha más intensidad y trasfondo.

—    Hasta mañana, Army.

Sale del lugar completamente fuera de sintonía, sorprendida, alegre, a punto de llorar de emoción. Jamás nadie le había dicho eso, nadie se había tomado el tiempo de pensar y teorizar de cómo es su personalidad, ni siquiera su hermana, solamente él. Él pensó en cómo sería realmente Elizabeth a futuro.

Cuando se sube al taxi, junto a su madre, no puede evitar recordar sus palabras: “tu única virtud…es la sinceridad”. Esa frase se la llevará a la tumba, hasta el final de sus días. Se maravilló de esas palabras, de aquella voz que acompañó a esas palabras, de su significado, de él.

—    ¿Con quién hablabas? —pregunta curiosa su madre. Se enciende el motor del automóvil.

—    Con un amigo del instituto.

—    Ah, ¿lo conozco?

—    En realidad, no. Me ayuda en el estudio.

—    ¿Quién es? ¿Cómo es?

Elizabeth la mira fijamente, ya por fin decidida.

—    Es mi amigo.

—    ¿Y cómo se llama?

—    Armando.

—    Ah, Armando —repite ella—, ¿van al mismo año? ¿O…?

—    Sí.

La madre se acomoda en el asiento, vuelva  a interrogar a su hija.

—    Entonces, de seguro me habré chocado con sus padres.

—    No tiene.

—    ¿Cómo? ¿Cuántos años tiene el chico?

—    Tiene treinta y siete.

Los ojos almendrados de la madre se transforman en dos platos bien redondos. 

Libertino XXI (Nouvelle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora