Comprensión II

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   Pronto se iba consolidando lo que por un principio, eran ambos extraños. Transcurrieron los días, sin detenerse por ningún motivo, alargando cada período, cada momento que Elizabeth estuvo acompañada por Armando, un hombre que le llevaba mucha edad, una situación atípica, y para muchos, alarmante.

Cada día, le iba agarrando más confianza, estableciendo una real amistad. Ella no paraba de conversar con él, de vez en cuando le sacaba una sutil sonrisa, aunque fue privada de conocer, aunque sea sólo por una vez, una risa auténtica de Armando, al que ella lo llama tiernamente, “Army”.

Las conversaciones se volvían más extensas, con más variedad y con temáticas personales y sumamente interesantes. Ambos se descubrían, charlaban como dos amigos que no pueden guardarse nada. Ayudándose en el estudio mutuamente. Lo que una vez anheló Elizabeth, ya lo obtuvo, porque tiene a un Armando que le habla con su envidiable sencillez, sin mucho misterio; y esto la enloquece: su transparencia, su tranquilidad con respecto a lo que es, un hombre sin disimulo, fuertemente accesible, con poco que ocultar. Lo único que quedaba en frente a su gran deslumbramiento era: ¿por qué? ¿Por qué su serenidad, casi ingenua por su libertinaje, al momento de socializarse? Armando, simplemente, es así.

—    Lo peor que me pudo haber pasado frente a un chico que me gustaba  —dice ella mirando el techo, casi ruborizada por contarle sus pobres anécdotas amorosas de la primaria escolar—, bueno… ¡no te rías!

—    ¡Vamos! —él la incentiva, sonriéndole.

—  Bueno: quise besarlo, y me esquivó —se ríe—. Lo que no sé, es sobre si me vio venir, o sencillamente alguien lo empujó por accidente. Me queda la duda.

En tercera persona, uno puede contemplar cómo ambos se desprenden de sus dudas e inseguridades, sin importar cuán insignificantes sean. Varios ojos posan en su amistad, desde el cuerpo de profesores hasta los grupos de compañeros, observan sus comportamientos. Pasan mucho tiempo juntos.

Poco se imagina Eli, lo bien, lo cómoda que se siente charlando con un hombre adulto, de mirada sagaz y mente intuitiva. Un hombre que sabe mucho, y que no alardea la base de conocimientos y filosofías que posee, por eso le gusta: su simpática sencillez. Y a derivación, Elizabeth siente plena admiración por aquella virtud, debido a lo resistente y predilecta que es dentro de la personalidad de Army, siendo un hombre que parece haber pasado por muchas cosas, muchas cosas feas y amargas.

—    ¿Feinmann es apellido judío? —pregunta ella.

—    Conozco a varios con mi apellido, y a otros varios que no los son —responde él, vaciando su café instantáneo en su vaso descartable.

—    ¿Y en tu caso?

—    Mis abuelos lo eran. Mi papá, el típico hijo que se rebela, se libró de ellos, por lo que no recibí una crianza devotamente judía. Sin embargo, te puedo asegurar, Eli, que las raíces de uno —bajó su mirada, alzando sus cejas, dejando formar unas arrugas en su frente— no se disipan, nadie escapa de ellas.

—    Entonces… —oh, no. Esa mirada… por más que ella lo conozca como amigo, y que ya conversaron milésimas de veces, aquella mirada feroz y ferviente no la puede dejar pasar por alto con plena indiferencia—, ¿diríamos que…?

—    Tengo algunas que otras costumbres y pensamientos particulares a esta religión, pero mi madre era cristiana.

—    ¡Qué bola!

—   Cierto. Pero más allá de las diferencias, me asombro al recordar cómo se amaban —él la mira, nostálgico, con un aire de esperar una respuesta, actitud, o hasta una pregunta de ella—. ¿Te dije que tengo nacionalidad en Cuba?

Elizabeth abre los ojos dejándolos como huevos. Ella ríe animadamente, este tipo y con su inigualable transparencia… ¡seguía conservando cosas!

—    ¡No!

—   ¡Ey! —él, por primera vez, ríe sincero. Le dio gracia— No soy un Tony Montana, Elizabeth. Es por parte de mi madre. Aunque me mudé en esta ciudad a los seis, gracias a mi padre. Allá, en mi país, las cosas iban muy mal.

—    ¿Y no regresaste?

—    Sólo cuando cumplí treinta. A los treinta y dos, me volví. En ese tiempo, trabajé como fotógrafo en una mediana agencia de modelos.

Elizabeth le sonríe pícaramente, con una intención sana. No obstante, Armando nota que ella nunca, jamás le sonrío de esa forma, una sonrisa seductora y que tanto le gusta recibir por parte de las féminas. Él no le sonríe, él ve esa sonrisa que deja a la libre imaginación.

—    Con que fotografiabas a modelos…

—   No era tan bueno como para hacer una sesión de fotos con modelos semidesnudas, si es por si te lo preguntas.

—   ¿Y te ligaste a una?

Armando abre los ojos, tal como lo hizo Eli. Aquella pregunta… no iba  acorde a las anteriores que ella planteaba. Remoja los labios, y no puede evitar sonreír al momento que le contesta:

—    Si te dijera que una se me insinuó, ¿me creerías? —cruza los brazos, mirándola desde lo alto debido a su altura.

—    ¡Army! —ella le da un fuerte codazo y se echa a reír.

—    No miento. Si me hubieras conocido a esa edad, con ese cuerpo y con ese rostro que tenía…, ya, en este momento, estaríamos saliendo —sonríe bobamente—, o haciendo otra cosa.

—    ¡ARMANDO! —no evita reír a lo grande, dándole un empujón de costado.

—    Cuando tengas mi edad, apuesto a que vas a ser peor que yo —él la acompaña.

—  Deja de exagerar, chiflado —ella le pone una mano encima, a la altura de su cabeza—. David Beckham tiene treinta y nueve y está terriblemente bueno. ¿No viste su majestuoso cuerpazo?

Armando se mantiene ajeno a esto, acaricia su cuero cabelludo y soporta las bobadas que dice la jovencita.

—    A mí no me jodan: ese tipo está más bueno que cualquiera de mi edad —lo mira a los ojos—, así que si la edad te preocupa: descártalo. Con esa espalda ancha y tu abdomen plano, sin barriga, podrías ligarte a varias. Además de tus caderas. Podrás tener una que otra arruga, pero tu rostro está muy chulo.

Armando, siendo él mismo, analiza cada palabra que larga la joven, cada palabra y su significado. Ella lo dice porque lo sabe, sabe eso de él… con desdén la contempla, hundiéndose en lo que dice, y en sus ojos: es muy hermosa, sensual.

—    Puede ser —él no le quita la mirada encima.

—    ¿No haces gimnasia?

—    Hace tres años que no voy al gimnasio. No cuando gano más. Por suerte, tengo la nevera de un liliputiense.

—    ¡Es lo que te digo! —ella sonríe anchamente— ¡Búscate nuevas conquistas!

—    Trabajo todo el día, Eli.

—    Entonces… ¡haz ambas, y ya está!

Se miran cómplices.

—    ¿Me estás diciendo que trabaje y esté con una a la vez? —no pueden más y explotan de la risa.

—    Perdón —dice ella, sin poder dejar de reírse.

—    Me escupiste toda la cara —Armando se seca el rostro con su brazo.

—    ¡Perdón, otra vez!

Al finalizar las cursadas, Armando —cuando puede—, la acompaña hasta Starbuck en la espera de que alguno de sus padres la vayan a buscar, pagándole todo lo que ella pida.

Cuando llegaba a casa, después de cenar, se tiraba a la cama a analizar todo lo que le decía Army. Analizando su actitud, cómo se tomaba cada insinuación, su mirada, su aspiración a cada acción que nunca llegó a cometer junto a su lado. Ella lo estudiaba, repasaba cada consigna.

Hasta que una noche, un sueño, todo lo que ella respetaba, todo lo que ella entendía de no pensar “sobre eso” con Armando, lo cambió. 

Libertino XXI (Nouvelle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora