Confusión

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Despierta al día siguiente conmovida, inquieta, “movidita”. Hoy, por suerte, no lo verá. Aquellas imágenes disparatadas junto aquella escena subida de tono, no la avergonzarán frente a él, ya que no lo verá.

Se da cuenta en rápida lucidez, casi como en un parpadeo, lo que viene pasando. ¿Cómo? Pero más que nada, ¿por qué soñó eso?

Hallaría su respuesta recordándolo, recordando cada centímetro de la borrosa escena. Volviendo a ellas, regresando a aquel trance. Regresando al mar de sentimientos confusos y sensaciones inquietantes y sumamente atractivos. Su más fiable criterio la envolvía en alientos de pudor, vergüenza, humillación, y hasta de indignación; todo esto por atreverse a soñar algo de tal talla inimaginable o no muy esperable.

Esto la abruma.

El corazón le palpita, siendo éste el antagónico de lo que realmente sucede dentro de ella, muy dentro de ella, en una zona que jamás presenció la intervención masculina. Aquellos latidos, palpitaciones extrañas, poco común, le dan a entender lo bien que disfrutó de aquel pequeño sueño, un sueño erótico.

Pronto comprende la plena y total libertad que le otorgó. Se sintió decidida, adulta, propensa al placer físico y mental; hermosa y poderosa; una mujer paralela a su personalidad, pareció ser una Elizabeth de treinta años que sabe qué quiere y qué hay que hacerse con ella.

No se conoció, pero le agradó. Seguramente, porque no es ella. Esa morena del sueño no es ella.

La pequeña escena se recrea en una estancia tenue, romántica, suave. Es de noche, sabe que es de noche, probablemente en verano, las brisas cálidas y fogosas prenden su piel.

Ella, o la mujer protagonista, tiende sus antebrazos en el marco de una barra sumamente larga y voluminosa. Enfrente no hay nadie, ningún mozo o barman. El lugar emana a buena jerarquía, de buen título. Ve docenas de estantes y repisas, bien esculpidas y retocadas, macizas, colgando de las paredes, cargando kilos de botellas de licores. No llega a descifrar sus descripciones.

Lo que más le llama la atención, es el espejo rectangular, tan ancho como la barra donde posa, que cuelga del techo. En sí mismo, el espejo sumamente espacioso y grande, es curvado, puesto que está colocado en la intersección del techo con la pared que tiene por delante. Consta en levantar los ojos unos centímetros para contemplar su reflejo enfrente, y también a toda la escena que hay por detrás.

Pero claro está, que poco es lo que sabe de aquel lugar, y mucho menos del estado emocional de la mujer que ve su reflejo en aquel espejo bien pulido: castaña y voluptuosa, erótica; vestida con un atuendo que deja poco a la imaginación, que luce cada esquina corporal que Elizabeth oculta. Está semidesnuda.

Y sin embargo está tranquila, neutra. Pareciera estar esperando a alguien.

A primer plano, nota, siente, presiente el calor acercarse. La pasión y al vicio acercándose a ella. El voraz apetito a la promiscuidad… todo esto recepta su mente, y así ella lo interpreta.

Es Armando, quien se hace desear con sus lentos pasos hasta ella, que deduce estar siendo analizada por aquellos ojos pequeños y totalmente ceñidos del ardor y sensualidad.

Así es, Armando deja de transmitirle sensualidad al momento en que se posiciona por detrás de su pequeña espalda; le divulga sexualidad.

Su corazón no palpita ferozmente como su entrada. Lo necesita, y él a ella.

Deja tender su nuca en el espacioso, tercio, y duro hombro derecho del macho que tiene por detrás, quien la custodia de cualquier otra mirada ajena masculina. Elizabeth, o aquella mujer, se pierde en sus sentidos que le permiten desear sexualmente a Armando.

Deja escapar un suspiro que excita el miembro viril del hombre. Comienza una serie de masajes, toqueteos que incitan a la más pervertida posición, por parte de él. Elizabeth, inmediatamente toma nota de aquellas manos tan traviesas e indómitas: recorren, una y otra vez, continuamente, fervientemente y sin pausas, sus caderas. Oh, son tan espesas, tan rudas, tan de hombre y tan adultas que enloquece a la mujer. La acaricia en círculos, y desciende. Sigue masajeando, no frotando, acariciando con su piel curtida, en palma abierta, la parte de su cuerpo que ningún hombre tocó de esta manera.

Sigue así hasta que recuerda algo que… realmente no puede digerir: el mero hecho de que la está embistiendo.

Ahora mismo. Y por detrás.

Lentamente. El sueño se vuelve más borroso, y totalmente cargado de emociones y sensaciones que abrumen la inexperta capacidad mental de Eli.

Sólo puede ver todo a través de aquel gran espejo que cuelga encima de los amantes. Es Armando, definitivamente es él quien la abraza y empuja para adelante, incrementando cada vez más fuerza y violencia.

Su cabello rizado y negro, es un hombre muy adulto. Pronto ve lo que realmente es quien la está pervirtiendo: alguien cegado y saciado del placer que puede engendrar el sexo más primitivo y salvaje. Ella entiende que se trata de un amante que conserva su real fuerza, su auténtica vitalidad, no está expresando lo que anhela hacer con ella.

Abandona el repaso y decide pasarlo por alto, costosamente. Se trataba no menos que un sueño erótico que la hará confundir por un buen tiempo, hasta que le agarre más confianza a su amigo.

Para peor, lee un nuevo whatsapp de Army. ¡Por fin contesta!

“ArmandoFeinmann            23:57 p.m.

 

No, los adjuntos eran de Dewey y Paulo Freire”.

Solamente le respondió una duda que tenía ella. Nada más.

¿Por qué parece tan frío, tan impaciente y con tan poco tiempo en los mensajes? En la vida física es todo lo contrario.

Elizabeth deja de pensar en todo esto y decide encarar el nuevo día.

Libertino XXI (Nouvelle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora