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Nunca en su vida había pensado que se encontraría pegando el largo de los fósforos con cola blanca, que armaría pequeños cuadrados, y que los uniría con la paciencia de un santo. Yacchan estuvo tentado a aplastar todo su trabajo a puño limpio y volcar la mesa de la cafetería, pero sólo bastaba con mirar a Rina para tranquilizarse.

«¿Qué clase de expresión pondrá cuando vea la cuna?»

La noche anterior, después de ordenar la habitación de Yacchan por enésima vez, ambos buscaron diversos modelos de rostros de tiras cómicas en la computadora. Al tener la imagen clara de Rina, utilizaron marcadores para trazar sus enormes ojos, su sonrisa y nariz. Luego Yacchan coloreó de oliva los iris.

De repente, Toono se había acercado por detrás y reposó su mentón sobre el hombro de Yacchan, y dijo contento:

»—No me digas que elegiste la combinación de colores de nuestros ojos. ¡Bien pensado! ¿Deberíamos ponerle lana de tonalidad cobre? Así se asemejará a nosotros.

No replicó.

Toono no tenía la menor idea de lo peligroso que podía llegar a ser con semejantes comentarios, y tampoco se imaginaba las consecuencias que traerían consigo su inocencia, pensó Yacchan al tensarse. Se arrimó con suavidad, creando una distancia prudente. Su corazón danzaba nuevamente.

Cuando destaparon el contenedor de plástico debajo de su escritorio, Yacchan escarbó entre la pila de papelería y útiles escolares. En una de las esquinas de éste, aplastado, encontró un ovillo. No era el color que deseaban, pero serviría su propósito.

La lana fue estirada, medida y cortada. Toono pegó los mechones y los peinó en dos gruesas trenzas. Al finalizar el «nacimiento» de su huevito, él infló su pecho y declaró:

»—Si seguimos haciendo un buen trabajo en equipo, ¡ganaremos!

»—Supongo... ¿Deberíamos tomarle una foto? —sugirió Yacchan, y sacó su celular de uno de los bolsillos de su buzo.

»—¡Cierto! Por poco lo olvido.

Su idea fue tomársela a Rina, quien yacía recostada sobre un manojo de pañuelos. Toono abucheó y lo arrastró para que los tres saliesen en escena, sus mejillas chocando. Después de una breve sesión de fotos, las luces se apagaron y descansaron.

El reloj de su móvil marcaba un cuarto para la una de la tarde.

Detrás del tiempo, en su fondo de pantalla, Toono perfilaba una amplia sonrisa por poco intoxicante. Yacchan tenía la cara de un bobo, apenado; y Rina... Rina había resultado una interesante creación, salvo por algo que desencajaba. No sabía si era el tamaño de sus orbes, su ovalada nariz, el clásico peinado o sus delgados labios.

Yacchan sacudió su cabeza.

Necesitaba concentrarse y culminar el lecho del huevito antes de que su descanso acabe. Toono, de alguna manera, siempre se hospedaba en sus pensamientos. Era como un pícaro inquilino que no pagaba suministros y encontraba la forma de no desalojar ese exasperante sentimiento que le causaba.

—¿Qué hace la cosa más horrible aquí?

Su voz le avinagraba la sensación de calidez que tenía. Justo había finalizado con todas las piezas de la cuna. Yacchan alzó la mirada y torció una aburrida mueca. Uno de los estudiantes, el más desagradable de todos, lo había encontrado.

Tamura, un muchacho de aspecto rudo y dominante, marchó hacia él.

—¿Qué mierda haces con eso? ¿Un huevo con trenzas? Me sorprende que no le hayas amarrado un cochino moño de rata como el tuyo.

Apoyó su pierna sobre el borde la mesa en la que Yacchan trabaja y la inclinó lentamente. Yacchan cogió a Rina como si su vida dependiese de ello, y de una patada, forzó la mesa en dirección a Tamura, empujando a ambos en el proceso. La mesa cayó directamente sobre el regazo de su agresor.

—¡Auch!

—No me jodas, depósito de semen andante —siseó Yacchan, sus dientes rechinando.

—¿Q-qué?

No pudo confirmar si lo había escuchado con claridad. ¿El ángel lo había insultado? ¿De quién era ese rostro tan diabólico? Antes de poder hacerle una pregunta, Yacchan había colocado su suela sobre el borde de la mesa. De un fuerte pisotón, aplastó la virilidad de Tamura. Todo se volvió negro a su alrededor.

Yacchan suspiró.

«Ahora entiendo qué era lo que no me gustaba de Rina. Su cabello azul».

La cuna se había desarmado. Yacchan juntó todas las piezas y recogió el bote de goma del jardín. Lamentablemente, el recreo había culminado.

Toono salió del salón con la excusa de ir al baño. Yacchan no había retornado al salón por dos horas. La posibilidad de que le haya ocurrido algo, le preocupaba. Mientras que bajaban en dirección al primer piso, imaginó que su carácter le ocasionó problemas. Yacchan podía ser voluble cuando le presionaban todos los botones.

Por una de las entradas posteriores, la cual conducía al patio, Toono se detuvo y observó a los costados. En una de las esquinas, casi con los arbustos hasta los hombros, reconoció su cabecita. Toono corrió hacia él.

—¡Yacchan!

Éste giró a verlo.

—Yacchan, ¿por qué no viniste a clase?

Cuando Yacchan se recostó sobre el respaldar de la silla, permitió que Toono viese su esfuerzo: la cuna arreglada y recién pintada.

—¡Te quedó increíble! —pio Toono, y tomó asiento junto a él, sus muslos rozando.

Toono continuó elogiándolo y admirando el pequeño catre para el bebé. Yacchan tosió y contestó finalmente:

—Tuve un inconveniente.

La sonrisa de Toono disminuyó y se volvió hacia él.

—¿A qué te refieres? ¿Estás bien?

Buscó la respuesta en sus ojos. Yacchan miró al cielo, los arbustos, volvió a mirar a Toono, y cuando vio lo intenso que era aquel intercambio, la desvió. Toono pareció pescar lo ocurrido y miró a Rina.

—¡Qué le pasó! ¡Parece como si la hubiesen pasado por la parrilla y la intentaron rostizar la cabeza!

—No me gustaba el color —sentenció Yacchan, sin expresión alguna.

—Pero, Yacchan... ¡Está calva!

—¿Y qué? Le compraremos lana marrón —ladró—. Estás exagerando.

—¡Imagina que fuera una bebé de verdad! ¿Le arrancarías los pelos porque no te gusta el color? ¿Le punzarías los ojos porque no tiene el pigmento de tu pareja?

Toono estaba alzando la voz. Varios alumnos se empezaron a asomar por las ventanas. Si no lo callaba, atraería a más personas. En el peor de los casos, a un profesor.

Yacchan arrugó la nariz.

—Deja de decir mierda —espetó con recelo, y abochornado añadió—: Si es el color de tu cabello o de tus ojos... jamás lo arruinaría.

Por primera vez, Toono enmudeció.

REPELÚSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora