CAPÍTULO 38

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CAPÍTULO 38

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CAPÍTULO 38

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Mis pies se detuvieron cuando oí ese nombre.

Cassandra Jones era la última persona a la que yo deseaba ver. El simple hecho de pensar en ella me resultaba repulsivo, por eso la aparté de mi mente desde mucho tiempo atrás. Todo cuanto giraba a su alrededor, todo lo que a ella refería, solo eran recuerdos amargos para mí. Y prefería mantenerla como eso; una parte de mi pasado donde yo no deseaba escarbar.

Entonces, ¿por qué ahora aparecía, de pronto?

¿Qué hacía ella ahí? ¿Cómo se enteró de mi presencia en C.E.L.E.S.T?

—Agente, ¿estás bien? —preguntó la chica, ante mi reacción.

—No... —Pensé en voz alta—. ¿Quién...? ¿Quién permitió que ella viniera aquí?

—Lo siento, no tengo esa información. Solo sirvo de mensajera en este caso —respondió, apenada—. Cassandra Jones te espera en el piso de arriba, ¿vamos?

Asentí, porque no podía hacer otra cosa. Una sensación desagradable se esparció por mis venas, como ácido corrompiendo cada fibra de mí. Las preguntas se acumulaban en mi cabeza y yo no podía entender.

¿Por qué? ¿Por qué justo en ese momento?

Cuando el elevador se abrió, la chica me condujo hasta una puerta de acero, la única en un pequeño pasillo. Jamás me había fijado en ese lugar y Chelsea tampoco lo mencionó cuando me mostró el edificio la primera vez.

Seguí a la chica hasta que me hizo un gesto con la cabeza y entreabrió la puerta. Por su expresión, parecía entender que yo no quería ver a la persona que esperaba al otro lado del umbral.

Ella se retiró después y yo me quedé tan solo mirando la puerta, sin dar un solo paso. No quería entrar allí y ver el rostro de Cassandra. No quería respirar el mismo aire que ella. No quería volver a pensar en lo que ocurrió antes.

No quería recordar.

Tragué saliva, en un vano intento por mermar el calor dentro de mi garganta, y empujé lentamente el metal frente a mí. Era una habitación pequeña, de color gris, con dos sofás, una mesa en el centro y sin decoraciones. Cassandra estaba en uno de los asientos, con los codos apoyados sobre sus muslos y la mirada perdida en sus propias rodillas. Pero tan pronto como captó mi presencia, se puso de pie.

—Beatríz —murmuró. Sus ojos azules transmitían una ligera sorpresa.

Pero, más allá de eso, ella parecía cansada. Su mirada no albergaba el usual brillo de vanidad que era característico suyo.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, sin rodeos.

La rubia se humedeció los labios y entornó los ojos, sin dejar de observar mi rostro.

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