Capítulo II

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Tobías se encontraba en un vacío absoluto, no había nada, no podía gritar, simplemente flotaba en una nada que se extendía en todas direcciones. No entendía lo que estaba pasando, trató de recordar lo que había ocurrido hasta ese momento y solo podía ver el cuerpo de Raquel desnudo apoyado sobre él, durmiendo y unos ojos amarillos con mirada lasciva que le sonreían.

Como un chispazo de luz, por su cabeza pasó un rayo de luz plateado y le empezó a brillar el pecho. Tenía una especie de runa escarificada en el pectoral izquierdo que brillaba con intensidad y palpitaba con fuerza, como si tratara de salir de su cuerpo. De pronto, como si tuviera vida propia, la runa, estiró del cuerpo entero de Tobías sin que éste pudiera poner oposición y lo movía de una parte a otra sin control. Cuando Tobías se fijo bien en el movimiento que seguía, a pesar de ser tan costoso en esa oscuridad que había a su alrededor, pudo ver que se dirigía hacia una especie de túnel que emanaba una luz blanca muy potente. Entró por ella como una exhalación y de pronto la runa dejó de brillar y volvió a desaparecer en su pecho.

Ahora se encontraba en una habitación blanca, decorada de forma muy minimalista, lo único que ofrecía algo de color era un cuadro de Van Gogh que colgaba de lo que Tobías suponía que era una pared, puesto que todo era tan blanco y brillante que no había forma de distinguir ningún límite físico. Ante él apareció un hombre enorme, con el pelo gris y corte militar y una barba frondosa y larga, que cubría su enorme pecho, acorde con el pelo, sin embargo, a pesar de ese look que llevaba, no parecía mucho mayor que Tobías. Iba vestido con unos pantalones militares y una camiseta de tirantes vieja llena de manchas. Portaba en su mano un hacha de guerra y su cuerpo estaba cubierto con tatuajes rojos y negros y en su rostro marcas blancas alrededor de sus ojos azules, tan profundos y eléctricos que asustaban y le daban un aire de sabiduría mezclado con violencia. El extraño le sonrió, mostrando su dentadura perfecta, brillante y honesta. Guardó el hacha en su espalda, sin ninguna sujeción, simplemente se mantenía pegada a él como por arte de magia.

- Menos mal que te he encontrado antes, hijo, no sé qué hubiera pasado si ella te hubiese visto antes – le dijo mientras se sentaba en una silla que apareció de la nada, con voz profunda y tranquilizante.

- ¿Ella? ¿Y usted quién es? – contestó Tobías con una seguridad inimaginable en la situación que se encontraba, mientras continuaba flotando en esa habitación.

- Todo a su debido momento, de momento déjame que te ayude, esto te dolerá un poco, voy a tratar de contener todo esto, a ver dame tu brazo... - hablaba mientras cogía el antebrazo izquierdo de Tobías y le dibujaba con los dedos lo que simulaba un hacha con una runa en el centro – sí, así está perfecto. Creo que ya estás listo, hijo. Ahora vuelve, ya no nos queda más tiempo.

La marcha que el extraño le había hecho empezó a brillar y a doler, Tobías miró al hombre preguntándole con los ojos quién era, pero no obtuvo respuesta. Salió disparado hacia atrás, guiado por su brazo, regresó a la oscuridad, pero sentía que todavía se movía, el brazo le estiraba y de pronto, un fuerte crujido en el pecho le hizo desmayarse.

Cuando abrió los ojos pudo ver luz, mucha luz blanca, una habitación blanca, con camas y pitidos, estaba tumbado, se giró y reconoció una cara que nunca se había alegrado tanto de poder ver.


Había pasado una semana desde el ataque de Tobías y allí seguía sin despertar. Raquel estaba sentada en la habitación del hospital, cansada y con signos de no haber vuelto a casa en varios días. No quería moverse de allí, estaba preocupada por él.

Todo había ocurrido muy rápido, Raquel seguía dándole vueltas, analizando que había podido pasar cuando llegó Roberto a la habitación.

- Raquel, por favor, ve a casa a lavarte y descansar un poco – dijo nada más entrar Roberto preocupado, levantándola de la silla que ya parecía que formaba parte de ella.

La caída de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora