Capítulo IX

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Sobre las sábanas caía una especie de copos de nieve grises, espesos y calientes. Ceniza. Toda la cabaña estaba cubierta de un manto gris que emanaba calor pero no quemaba. Morrigan, sentada en el valle miraba la casa con tristeza. Una expresión rara en ella. Daba la sensación que realmente tenía sentimientos más allá de su propio egoísmo. La diosa celta miraba la cabaña, miraba a través de la ventana a una habitación donde dos figuras yacían tumbadas, una de ellas desprendía un aroma a azufre muy fuerte, de esa figura brotaba, cómo si de un volcán apagándose se tratase, ceniza y humo. La ventana estaba abierta, Morrigan se había asegurado de mantener a los dos con vida y reposando.

La seductora diosa de la muerte y la destrucción miró hacia el suelo y una lágrima cayó a sus pies. Extrañada se toco la cara, no entendía que pasaba, estaba... preocupada.

Se levantó con ese pensamiento rondando en la cabeza. Ella, que había sido la encargada de seducir a innumerables combatientes y llevarlos a la perdición. Ella que había conseguido un trato preferencial con el más poderoso dios del inframundo. Ella, la poderosa mujer cuervo, sentía debilidad por un simple humano. Bueno, en realidad no era un simple humano, era el hijo de Baldr, el inmortal. Pero no entendía nada.

Rememorando los encuentros que había tenido con aquel chico de ojos verde empezó a sonrojarse y ponerse nerviosa. Confusa, trató de alejar esos pensamientos de su cabeza y se dirigió al interior de la cabaña.

- Señor, ¿cómo se encuentra hoy? Ha pasado una semana, señor y la ceniza no cesa – dijo con voz temerosa.

- Ese... chico... - contestó Hades con la voz cansada y desgarrada – tiene que morir... o acabará conmigo... tiene dentro... llévatelo, no puedo tenerlo cerca. Mátalo, pero lejos de aquí... necesito recuperarme... a solas.

- Pero... señor... - tembló Morrigan al escuchar la orden de su amo – dijo que lo sometería y que podría ser mío, para siempre...

- Morrigan, jovencita, has sido muy útil todo este tiempo – respiraba Hades – pero ese chico no puede estar vivo, dentro de él brilla el hielo puro de los gigantes. Eso debilita hasta la más fuerte de las llamas... Mientras él viva, no habrá victoria posible. Ahora vete. – ordenó el dios griego mientras cerraba los ojos.

Del interior de Morrigan salieron a flote nuevas sensaciones, la diosa se levantó reprimiéndose y cogió al muchacho en brazos que seguía dormido, salió de la cabaña, extendió sus dos enormes alas negras y salió volando. Echó una última mirada atrás y vio como su cabaña desaparecía entre las llamas provocadas por el dios del inframundo. Un llanto incontrolable le inundó los ojos, aceleró el vuelo y desapareció en la oscuridad.

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El cielo estaba completamente despejado, las estrellas brillaban con fuerza, Raquel estaba tumbada en la hierba de un gran prado verde que se extendía a lo largo y ancho del lugar. Mirando al cielo, contemplando la hermosura de una noche en calma, estrellada, se puso a pensar.

Pensaba en Tobías, como había cambiado todo entre ellos de una forma drástica en un poco tiempo, aunque para un contundente cambio el que había pegado toda su vida. A penas hacía unos meses era una estudiante y trabajadora chica normal y corriente, con unos amigos, una familia y una carrera que acabar, sin embargo, ahora se había convertido en una especie de hechicera o bruja que manipulaba el maná de la tierra y el ambiente en general. Estaba completamente enamorada de su mejor amigo al que unos dioses trataban de matar y que se habían llevado hace más de una semana.

La caída de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora