Capítulo XI

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El camino era oscuro, pero Morrigan se lo conocía a la perfección, además con su visión podía ver perfectamente en la oscuridad. Salió a campo abierto con el cuerpo de Tobías en brazos, todavía inconsciente.

El cielo estaba completamente despejado, las estrellas brillaban en todo su esplendor en el firmamento y el viento era suave. Morrigan aminoró la velocidad del vuelo para disfrutar de un vuelo nocturno placentero.

Al cabo de unos minutos de vuelo, se posó en un pequeño montículo ubicado en mitad de un prado verde que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Dejó a Tobías con cuidado a su lado y se quedó mirándolo con preocupación. Su mente se llenó de dudas y pensamientos discordantes para lo que había sido ella siempre. Su oscuro corazón comenzó a latir violentamente, parecía que iba a salir de su pecho, el estómago se le revolvió, dando una sensación de nauseas Su cuerpo empezó a temblar, como si tuviera frío. Pero todas esas sensaciones eran imposibles.

Morrigan se levantó y comenzó a dar vueltas, intranquila, alrededor de ese montículo, trataba de alejar todos los pensamientos absurdos que le venían a la cabeza. Miraba a Tobías y se agarraba los pelos con frustración.

"¿Cómo iba a matarle? ¿Por qué no debía hacerlo? ¿Por qué lo miraba y se sentía vulnerable hacia él? ¿En qué momento había sucedido? Solo era un títere, con un cuerpo sensacional al que utilizar, ¿no? ¿Se había enamorado?"

Todos esos pensamientos y muchos otros, contradictorios pasaban a gran velocidad por la cabeza de la diosa celta. Se tiró en el suelo sin aguantar la presión que sentía, haciéndose un ovillo con sus alas negras. Empezó a llorar desconsoladamente.

Sus lágrimas recorrían su cuerpo completamente desnudo y dejaban en ella un color negro arrastrado, como la ceniza cuando se esparce. Los pensamientos seguían martirizándole la cabeza, confusa y atemorizada por lo que estaba sintiendo era incapaz de moverse. Su corazón palpitaba rápidamente, Morrigan se agarró del pechó con dolor y una pizca de nostalgia.

Una mano se posó en sus alas y trataba de abrirse paso entre ellas, hasta que al final esa mano le toco la cabeza con delicadeza. La diosa celta, se sacudió rápidamente y se apartó de un salto. Miró hacia donde estaba y vio a Tobías en el suelo. Era él quien había intentado llamar su atención.

- Ya... ya has despertado, ya era hora – dijo aclarándose la voz, que había salido con hilo fino y débil al principio.

- ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado, Morrigan? ¿Dónde esta....? – pero Tobías no pudo acabar la frase al levantar la vista y ver a la diosa que tenía enfrente – tú... ¿eres Morrigan?

La mujer celta se miró a si misma, su cuerpo se había cubierto de manchas negras debidas a las lágrimas, sus alas negras como el carbón ahora se teñían de un sutil gris, casi blanco, en la parte más baja de estas y se empezaba a extender al resto de las alas. Su cuerpo, perfectamente pulido y malvadamente hermoso se encogía, sus proporciones cada vez se asemejaban más a una niña pequeña, su pelo largo y sedoso la envolvía y la hacía sentirse más y más pequeña. Su rostro comenzaba a reflejar una inocencia de la cual la diosa carecía, sus ojos antes completamente amarillos e intensos se volvían cenizos y brillantes, inocentes y puros, como los ojos de un recién nacido que se abren por primera vez.

- Mierda... - susurró con un hilo de voz Morrigan.

- ¿Qué es esto? ¿Qué te pasa? – dijo Tobías mientras se acercaba a la diosa con cautela.

- Aléjate, imbécil, no me toques – gritó la diosa celta. Su voz, seductora e imponente se había vuelto aguda y temblorosa, no parecía la voz de una adulta, si no la de una niña.

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⏰ Última actualización: Jan 21, 2019 ⏰

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La caída de los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora