Capítulo 5:

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Había pasado un mes desde que mi hermana Clarisse había tenido que marcharse a una clínica especializada en la enfermedad que padecía.

 Ni siquiera me dio tiempo a despedirme, aunque tampoco me habría molestado en semejante pérdida de tiempo. Siempre hacía lo que le daba la gana, no debía atenerse a normas, reglas o responsabilidades- Un pajarillo libre de jaula- Y sinceramente eso me hacía tensar la mandíbula de pensarlo.

 Mi madre siempre luchaba por mantenerla apartada de la realidad, de lo que de verdad era la vida, y a mí, por el contrario, no se andaban con rodeos. Debía continuar con el negocio familiar, para ello estudiaba día y noche. La universidad no era nada fácil, aun así sacaba tiempo para acudir a la mayoría de reuniones de etiqueta que celebraba mi padre para los acreedores.

 Me miré al espejo y ajusté a mi cintura un ceñido vestido color púrpura que me acababa de comprar esa misma tarde.

- No todo puede ser estudiar- Dije para mí misma.

Sacaba tiempo para comprar y lo que sobraba para una pobre vida social que apenas iba más allá del trabajo de mi padre. Me retoqué el carmín rojo con un lápiz de labios un tono más oscuro, cogí mi bolso negro y justo cuando cerré la puerta me di cuenta que no tenía un fular negro. Me pareció recordar haber visto a mi hermana con uno en la cena de navidad... bueno ella no estaba, no le molestaría que se lo cogiese prestado.

 Entré silenciosa en su habitación y abrí su armario: allí estaba toda su ropa.

- Qué extraño- Rebusqué entre los montones de ropa- No se ha llevado nada para el viaje.

En su tocador estaba su móvil lo cual también me resulto raro, una chica de este siglo no viviría más de dos días sin su teléfono. Además en su escritorio estaban todos los libros de los que nunca se separaba, aquella escena era realmente sospechosa. Clarisse era como una extraña para mí pero compartíamos la afición por la lectura, eso lo sabía bien.

 Ya en el coche me volví a mirar en mi espejo de mano, miré por la ventanilla algo aburrida las farolas hacía horas que iluminaban las calles, con el frío que era el invierno la gente se refugiaba en sus casa para no congelarse. El coche paró.

-Señorita King, hemos llegado.

Abrí la puerta y bajé con cuidado de no resbalar con el hielo. Una cálida mano apareció en mi visión, la sostuve. Era del botones, este temblaba por las bajas temperaturas de aquella noche. Aunque eso no le impidió dedicarme una sonrisa mientras me acompañaba a la puerta y me la abría con educación, yo le correspondí y pasé al interior del inmenso edificio que constituía la oficina central. La recepcionista me saludó con la cabeza, le sonreí levemente y me encaminé hacia los ascensores, entré en el del centro, pulsé el ático.

Cuando las puertas estaban apunto de cerrarse alguien entró, resultó ser un hombre de pelo rubio dorado, una perilla perfectamente recortada del mismo color, hasta sus pestañas parecían tener un brillo color oro y sus ojos castaños claros parecían ir a juego con el armonioso conjunto de facciones que componían su rostro. A pesar de su impecable esmoquin era una falta de educación, no saber quien era yo y menos haber tenido la osadía de estar en el mismo ascensor que yo.

 Me sonrió apurado y me dio la espalda, su esbelta figura solo hizo que me irritase más de lo que ya estaba frente a esa descortesía. El timbre sonó y mientras las puertas se abrían el hombre desconocido salió perdiéndose en el gentío. Tras el primer paso que dí con mis tacones de terciopelo negro atados al tobillo, la gente comenzó a apartarse haciendo un pasillo hasta mi padre: George King. Con un traje negro, como siempre, me dedicó una de sus más cálidas sonrisas. Le di un beso en la mejilla sin mancharle y me dediqué como el resto de veladas a asentir ante los cumplidos. A responder a las preguntas de siempre con las respuestas de siempre: No, no estaba comprometida, mi media en la universidad era de un nueve con ochenta y siete porque enfermé y no pude entregar una práctica, iba tres días al gimnasio dos horas, y no me había operado de nada.

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